La llama de la fe que ha sobrevivido a toda tiranía

Januca, la festividad judía de las luces, comienza mañana a la noche. Y mientras enciendo las velas, llevaré conmigo un recuerdo memorable de algo que ocurrió hace unas semanas, una especie de milagro de Januca en nuestro tiempo.

Nos habíamos reunido, 274 rabinos de todo Europa, para conmemorar el 70 aniversario de la Kristallnacht, “la noche de los cristales rotos”. Esa noche, el 9 de noviembre de 1938, la furia nazi estalló contra los judíos en toda la Alemania y Austria: hubieron 92 muertos, treinta mil judíos fueron capturados y enviados a campos de concentración; se incendiaron y destruyeron 7.500 negocios judíos.

Fue la señal más siniestra de lo que estaba por venir. Pero tiene otra dimensión no menos aterradora: se quemaron 267 sinagogas. Miles de rollos de la Torá, los objetos más sagrados del judaísmo, fueron profanados y arrojados a las llamas. De repente, quedó en claro que los Nazis no solo estaban intentando matar a los judíos, sino que pretendían acabar con la religión judía.

Hitler, en el Mein Kampf, llamó a la conciencia una invención judía.  Durante el Holocausto, los nazis realizaron actos con la intención de destruir la fe judía. Eligieron el día más santo del judaísmo, para realizar sus actos más salvajes. El gueto de Varsovia fue sellado en Iom Kipur de 1940. Estaba programada su destrucción en el 1943, el primer día de Pesaj, la festividad judía de la libertad. En Auschwitz, el infame médico, Josef Mengele, bromeó que ahí él, y no Dios, decidía quién viviría y quién moriría.

Praga fue el único centro principal en donde no se destruyeron las sinagogas. La razón fue que los nazis pretendían, cuando todos los judíos de Europa fueran asesinados, convertirlas en un museo de una civilización muerta. Por lo tanto, siguen existiendo. Una de ellas, la Altneushul, “la antigua-nueva sinagoga”, es el lugar de culto judío más antiguo que existe, construida en el siglo XIII.

Y allí nos reunimos, 70 años después, para decir el rezo de la tarde. Lo que lo hizo tan conmovedor fue que muchos, tal vez la mayoría, de los rabinos que se encontraban hacinados en esa pequeña sinagoga, pudieron contar una historia de resurrección, de la vida judía resucitada de la muerte.  Algunos venían de tierras en las que la mayoría de la población judía había sido deportada y asesinada. Otros, de Europa del Este, que provenían de lugares en donde las autoridades soviéticas habían reprimido, sin piedad, la práctica del judaísmo.

Desde la glásnost, la vida judía ha revivido lentamente. Las sinagogas fueron restauradas o reconstruidas y se establecieron escuelas judías. Una nueva generación está aprendiendo sobre la fe que las dos más grandes tiranías del siglo XX intentaron destruir. Nunca, en todos los siglos en los que la Altneushul sobrevivió, se habían reunido tantos rabinos en ese estrecho espacio para rezar, y nunca hubo allí una historia tan sorprendente para contar, y para agradecerle a Dios, que este viaje de la muerte a la nueva vida.

Para mí, este fue nuestro Januca europeo. La fiesta original se fundó hace más de 2.000 años, cuando los griegos seléucidas, bajo el mandato de  Antíoco IV, intentaron, por la  fuerza, helenizar a la población judía de Israel, prohibiendo las prácticas judías más importantes, profanando el Templo y colocando una estatua de Zeus en sus recintos. Un pequeño grupo, los Macabeos, leales a la fe, se defendió y finalmente recuperó el control de Jerusalem y restauró la libertad religiosa.

Su acto más simbólico fue volver a encender la menorá, el candelabro que solía arder en el Templo. Según la tradición judía, encontraron solo una vasija de aceite, con su sello intacto, que, milagrosamente, ardió por ocho días, mientras re-consagraban el lugar sagrado. Se convirtió en un símbolo de la esperanza judía, y es por eso que seguimos encendiendo la menorá en nuestros hogares por ocho días, en el aniversario de esa victoria.

Algo sobrevive a la peor tragedia, permitiéndonos reavivar la llama de la fe. Este es el mensaje de Januca, y es lo que sentí aquella noche en la antigua sinagoga de Praga. Los seguidores de las dos más grandes tiranías del siglo XX, la Alemania nazi y la Rusia soviética, pensaban que eran invulnerables. Que el Tercer Reich duraría 1.000 años. Que la Unión Soviética transformaría los mismos mandatos de la historia.

Hoy en día se han ido. El pueblo judío, pequeño, vulnerable, herido, habiendo estado cara a cara con el ángel de la muerte, aún sobrevive, reza y da gracias a Dios.

De alguna manera, la fe sobrevive a todo intento de destruirla. Su símbolo no es el fuego feroz que quema a las sinagogas, a los rollos sagrados y asesina a las vidas. Es la llama frágil que nosotros, junto con nuestros hijos y nietos, encendemos en nuestros hogares, cantando la historia de Dios, sostenida por nuestra esperanza.

Publicado por primera vez en The Times.

Traductor

Michelle Lahan