Kohelet, Tolstoi y la vaca roja (Jukat 5780)

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El precepto de pará adumá, la vaca roja, con el que comienza nuestra parashá, es reconocido como la mitzvá más difícil de entender. Las palabras iniciales, zot jukat ha-Torá se toman como ejemplo supremo de jok de la Torá, o sea, la ley cuya lógica es oscura, quizás imposible de aprehender.

Se trata de un ritual de purificación para aquellos que habían estado en contacto, o en alguna forma de cercanía a un cadáver. El cadáver es la principal fuente de impureza, y la profanación resultante significaba que la persona afectada estaba impedida de entrar a lugares como el Tabernáculo o el Templo hasta su purificación, proceso que duraba siete días.

Un elemento clave de ese proceso consistía en que el sacerdote rociaba a la persona afectada el tercer y séptimo día con un líquido preparado especialmente, conocido como “el agua de purificación.” Primero había que encontrar una vaca roja, sin mácula, que nunca había sido utilizada para trabajo alguno y ni había sido sometida al yugo. Luego era sacrificada y quemada fuera del campamento. Se agregaba al fuego madera de cedro, hisopo y lana de color escarlata  y las cenizas se vertían en un recipiente que contenía agua “viviente,”  o sea, fresca. Eso es lo que se rociaba a los que habían estado en contacto con la muerte. Una de las características más paradójicas es que aunque purificaba al impuro, impurificaba a todos los que habían participado en la preparación de la mezcla.

Aunque este ritual no se ha practicado desde los tiempos del Templo, sin embargo sigue siendo significativo en sí mismo para la comprensión de lo que significa un jok, habitualmente traducido como “estatuto.” Otras instancias son la prohibición de ingerir carne y leche juntas, usar vestimentas hechas con lana y lino (shatnez) y sembrar la tierra con dos tipos de semilla (kilaim). Ha habido varias y muy diferentes explicaciones sobre los jukim.

La más famosa es que el jok es una ley que no puede ser comprendida. Tiene sentido para Dios, pero no para nosotros. No podemos aspirar a tener el tipo de sabiduría cósmica que nos permita ver el tema y su propósito. O quizás, como planteó el Rav Saadia Gaón, es una orden emitida por ninguna otra razón que para recompensarnos por obedecerla.[1]

Los Sabios reconocieron que mientras que los gentiles podrían comprender las leyes judías basadas en la justicia social (mishpatim) o la memoria histórica (edot), preceptos como los de prohibir comer carne con leche podrían parecerles irracionales y supersticiosos. Los jukim eran leyes de las cuales “el Satán y las naciones del mundo se mofaban.”[2]

Maimónides tenía una visión bastante diferente. Él creyó que ningún precepto Divino era irracional. Suponer eso era imaginar que Dios puede ser inferior a los seres humanos. Los jukim parecen inexplicables solamente por no recordar el contexto original en el que fueron ordenados. Cada uno de ellos fue emitido como rechazo y como enseñanza sobre  las prácticas idólatras. Sin embargo, en gran medida esas prácticas han tendido a desaparecer, por eso este precepto nos resulta tan difícil de entender.[3]

Una tercera opinión expuesta por Najmánides en el siglo XIII[4] y luego articulada por Samson Raphael Hirsch en el siglo XIX, es que los jukim fueron diseñados  para instruir sobre la integridad de la naturaleza.  La naturaleza tiene sus propias leyes, dominios y límites, y vulnerarlos sería deshonrar el orden creado por la Divinidad y una amenaza para la naturaleza misma. Por eso no combinamos la lana (animal) con el lino (vegetal) ni mezclamos la vida animal (la leche) con la muerte animal (carne). Con respecto a la vaca roja, Hirsch afirma que el ritual es para  purificar a los humanos de la depresión generada por la toma de conciencia de la mortalidad humana.

Mi visión personal es que los jukim son preceptos destinados a sortear deliberadamente la parte racional del cerebro, la corteza pre frontal. La raíz de la que proviene la palabra jok es h-k-k, que significa “grabar.” Escribir se hace sobre una superficie, grabar va mucho más profundo. Los rituales van a la profundidad de la mente, y por una razón importante. No somos animales totalmente racionales y podemos cometer errores fundamentales si creemos serlo. Tenemos un sistema límbico, un cerebro emocional. También poseemos un sistema extremadamente  eficaz de reactividad ante un peligro potencial que está localizado en la amígdala cerebral, que nos indica huir, quedar paralizado o luchar. Un sistema moral para ser adecuado a la condición humana debe reconocer la naturaleza de dicha condición. Debe hablar a nuestros temores.

El temor más profundo que tenemos la mayoría de nosotros es a la muerte. Como dijo La Rochefoucauld “Ni el sol ni la muerte pueden ser mirados con ojo firme.” Pocos autores han explorado más  la muerte y la sombra trágica que proyecta sobre la vida que el autor de Kohelet (Eclesiastés).

“El destino del hombre es el del ganado; el mismo destino les aguarda a ambos; la muerte de uno es como la muerte del otro, sus espíritus son los mismos, y la preeminencia del hombre sobre la bestia es nada, pues es todo como una exhalación superficial. Todos terminan en el mismo lugar, todos provienen del polvo y al polvo irán.” (Eclesiastés 3:19-20)

El saber que morirá le resta a Kohelet todo el sentido de la vida. No tenemos idea de lo que ocurrirá después de nuestra muerte, de lo que hemos logrado en nuestra vida. La muerte se mofa de la virtud: el héroe puede morir joven mientras que el cobarde vive largos años. Y el luto es trágico de una manera distinta. Perder a los seres queridos es como si se quebrara algo de nuestra vida, quizás en forma irreparable. La muerte impurifica, en el sentido más simple y crudo: la mortalidad abre un abismo entre nosotros y la eternidad de Dios.

Es a este temor, existencial y elemental, que está dirigido el ritual de la vaca roja. El vacuno en sí es el símbolo más concreto de la pureza de la vida animal, indómita, no domesticada. El rojo, como el color de la lana, es el color de la sangre, la esencia de la vida. El cedro, el más alto de los árboles, representa la vida vegetativa. El hisopo simboliza la pureza. Todos ellos fueron reducidos por el fuego, el drama poderoso de la mortalidad. La ceniza era disuelta en agua, simbolizando la continuidad, el flujo de la vida y el renacimiento potencial. El cuerpo muere pero el espíritu sigue fluyendo. Una generación muere pero otra nace. Las vidas pueden terminar pero la vida no. Los que vivirán después de nosotros continuarán lo que hemos iniciado y  seguiremos viviendo en ellos. La vida es un arroyo interminable y una parte de nosotros se extenderá hacia el futuro.

La persona que en tiempos modernos más profundamente experimentó y expresó lo que pensaba Kohelet fue Tolstoi, que contó la historia en su ensayo Una confesión.[5]  En el tiempo en que lo escribió, en el entorno de sus cincuenta años, ya había publicado dos de las más grandes novelas jamás escritas, La Guerra y la Paz y Ana Karenina. Su legado literario estaba asegurado. Su grandeza universalmente reconocida. Estaba casado, con hijos. Tenía una propiedad grande. Su salud era buena. Sin embargo estaba dominado por una sensación del sinsentido de la vida ante el conocimiento de que todos moriremos algún día. Citó extensamente a Kohelet. Contempló la idea de suicidarse. La pregunta que lo atormentaba era “¿Existe algún sentido de mi vida que no será anulado por lo inevitable de la muerte que me aguarda?”[6]

Buscó una respuesta en la ciencia, pero la única respuesta que tuvo fue que “en la infinitud del espacio y  en la infinitud del tiempo partículas infinitamente pequeñas mutan con una complejidad infinita.” La ciencia trata sobre causas y efectos, no de propósito y sentido. Al final, concluyó que sólo la fe religiosa rescata a la vida de la falta de sentido. “El conocimiento racional, como es presentado por los sabios y los estudiosos, niega el sentido de la vida.”[7] Lo que se necesita es algo distinto que el conocimiento racional. “La fe es la fuerza de la vida. Si un hombre está vivo, debe creer en algo… Si comprende la ilusión de lo finito, es probable que crea en lo infinito. Sin fe es imposible vivir.”[8]

Es por eso que para superar a la impureza del contacto con la muerte, debe haber un ritual que elude el conocimiento racional. De ahí el ritual de la vaca roja en la que la muerte se disuelve en las agua de la vida, y aquellos que han sido rociados se han purificado nuevamente para poder entrar en los dominios de la Shejiná y restablecer el contacto con la eternidad.

Ya no tenemos los rituales de la vaca roja y de los siete días de purificación, pero sí tenemos la shivá, los siete días de duelo durante los cuales somos reconfortados por otros y así nos reconectamos con la vida. Nuestro dolor se disuelve gradualmente por el contacto con familiares y amigos, como las cenizas de la vaca disueltas en el “agua viviente.” Salimos aún dolidos pero de alguna forma purificados, capaces de enfrentarnos nuevamente a la vida.

Yo creo que podemos emerger de las sombras de la muerte si nos permitimos ser sanados por el Dios de la vida. Para hacerlo, sin embargo, necesitamos la ayuda de otros. “Un prisionero no puede sacarse él  mismo de la prisión,”[9] dice el Talmud. Era necesario un Cohen para rociar las aguas de la purificación. Se requieren personas que reconforten para aliviar nuestro dolor. Pero la fe – la fe del mundo del jok, más profunda que la mente racional – puede curar nuestros temores más profundos.


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[1] Saadia Gaón, Creencias y Opiniones, libro III

[2] Yomá 67b.

[3] Guía de los perplejos, III:31

[4] Comentario a Levítico 19:19

[5] Leo Tolstoi, Una confesión y otros escritos religiosos, Penguin Classics, 1987.

[6] Ibid., 35

[7] Ibid., 50

[8] Ibid. 54.

[9] Berajot 5b.


Traductores

Carlos Betesh