Verstir para impresionar (Tetzavé 5780)

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Tetzavé, con la descripción elaborada de las “sagradas vestimentas” que usaban los Sacerdotes y el Sumo Sacerdote “por gloria y esplendor”, parecería contradecir algunos de los valores fundamentales del judaísmo.

Las vestimentas estaban para ser contempladas. Para impresionar. Pero el judaísmo es una religión de escucha más que de la vista. Enfatiza más el escuchar que el ver. Su palabra clave es Shemá, que significa escuchar, oír, entender y obedecer. El verbo sh-m-a es un tema dominante en el libro de Debarim donde aparece no menos de 92 veces. La espiritualidad judía tiene más que ver con oír que con ver. Ese es el motivo por el cual nos tapamos los ojos cuando pronunciamos Shemá Israel. Cancelamos el mundo de la visión para enfocarnos en el del sonido: palabras, comunicación y significado.

La razón por la cual esto es así es por la batalla de la Torá contra la idolatría. Otros pueblos veían dioses en el sol, las estrellas, el río, el mar, la lluvia, la tormenta, el reino animal y la tierra. Hacían representaciones visuales de estos elementos. El judaísmo rechaza esta manera de pensar.

Dios no está en la naturaleza sino más allá de ella. Él la creó y Él la trasciende. El Salmo 8 dice: “Cuando examino Tus cielos, la obra de Tus dedos, la luna y las estrellas que Tú has puesto en su lugar, pienso: ¿Qué es el hombre que Tú lo tienes en consideración, el hijo del hombre que cuidas tanto?”’ Lo inconmensurable del espacio es para los salmistas nada más que “la obra de Tus dedos.” La naturaleza es la obra de Dios, pero no es Dios mismo. Dios no puede ser visto.

En cambio, Él se revela principalmente mediante palabras. En el Monte Sinaí dijo Moshé: “El Señor te habló desde el fuego. Escuchaste el sonido de las palabras pero no viste la forma, había solo una voz.” (Deuteronomio 4:12) Elijah, en su gran experiencia en la montaña, descubrió que Dios no estaba en el viento, en el terremoto ni en el fuego, sino en el kol demama daka, en “la pequeña y tranquila voz.”

Claramente el Mishkán (el Tabernáculo) y luego el Mikdash (el Templo) fueron excepciones. Ahí el énfasis estaba en lo visual, y un ejemplo clave eran las vestimentas sagradas de los Sacerdotes y del Sumo Sacerdote, bigdei kodesh.

Esto resulta muy inesperado. La palabra hebrea para “vestimenta,” b-g-d también significa “traición,” como en la confesión que decimos en los días de penitencia: Ashamnu bagadnu, “Hemos sido culpables, hemos engañado.” En todo Génesis cuando la vestimenta es clave en el relato, hay una decepción o una traición.

Está la cobertura que se hicieron Adán y Eva con hojas de  higuera después de haber comido el fruto prohibido. Yaakov usó las ropas de Esav cuando fue bendecido mediante su engaño. Tamar usó vestimenta de prostituta cuando engañó a Iehudá para que se acueste con ella. Los hermanos de Iosef usaron su túnica manchada de sangre para engañar al padre diciendo que lo había matado una bestia salvaje. La mujer de Potifar tomó la vestimenta que había dejado Iosef como prueba de que había intentado abusar de ella. Iosef mismo aprovechó su vestimenta de Virrey para ocultar su identidad ante sus hermanos cuando fueron a Egipto a comprar alimentos. Por lo tanto, es sumamente inusual que la Torá presente en forma positiva prendas, ropajes y vestimentas.

La ropa tiene que ver con lo superficial, no con la profundidad; con lo externo, no con lo interno;  con la apariencia más que con la realidad. Aún más extraño entonces es que se constituya en el elemento central del servicio de los Sacerdotes, dado que “La gente mira la apariencia externa, pero el Señor mira al corazón.” (Shmuel I 16:7)

Igualmente extraño es el hecho de que aparezca por primera vez el concepto de uniforme, o sea, una forma estandarizada de vestimenta para ser usada, no por gusto de la persona sino por el cargo que ocupa, ya sea Cohen o Cohen Gadol. En general el judaísmo se concentra en la persona, no en el cargo. Específicamente, no hubo tal cosa como un uniforme para los Profetas.

En Tetzavé vemos por primera vez la frase “para gloria y esplendor” para describir el efecto y la finalidad de los ropajes. Hasta ahora la palabra kavod, “gloria” había sido utilizada solo en la relación con Dios. Ahora los seres humanos tienen la posibilidad de compartir esa gloria.

En nuestra parashá también aparece por primera vez la palabra tiferet. Ese término proyecta una sensación de esplendor y magnificencia, pero también significa belleza. Introduce una dimensión no encontrada específicamente en la Torá hasta ahora: la estética. Encontramos belleza moral, como el caso de la bondad manifestada por Rivka hacia el sirviente de Abraham en el pozo. También está la belleza física de Sara, Rivka y Rajel, descritas como hermosas. Pero el Santuario y su servicio traen por primera vez el concepto de la imagen y la belleza de su ejecución.

Este es un tema repetido en relación al Tabernáculo y posteriormente el Templo. Ya lo encontramos en el relato de la ligadura de Ytzjak en el Monte Moriá que posteriormente sería el sitio de la construcción del Templo. “Abraham llamó al lugar ‘Dios verá’. Es por eso que hoy se dice ‘en la montaña de Dios, Él será visto’” (Génesis 22:14). El énfasis en lo visual es incuestionable. El Templo sería un lugar para ver y ser visto.

En igual sentido, un conocido rezo de Iom Kipur habla de Mare Cohen, “la apariencia del Sumo Sacerdote” cuando oficiaba en el Templo en el día más sagrado:

Como la imagen del arco iris apareciendo en medio de la nube…

Como la rosa en el corazón de un hermoso jardín…

Como el fulgor de la lámpara a través de la persiana…

Como un salón con colgantes azul cielo y púrpura real…

Como el lirio del jardín que sobresale entre las espinas…

Como la aparición de Orión y Pléyades vistos en el sur…

Esto nos lleva al refrán: “Qué afortunado es el ojo por poder ver todo esto.” ¿Por qué es que lo visual prevalece específicamente en relación con el Templo y el Tabernáculo?

La respuesta está profundamente conectada con el Becerro de Oro. Lo que ese pecado demostró fue que el pueblo no podía relacionarse plenamente con un Dios que no les diera una señal visible y permanente de Su presencia y con el cual solo era posible comunicarse a través del más grande de los Profetas. La Torá fue entregada a los seres humanos comunes, no a los ángeles o individuos únicos como Moshé. Es difícil creer en un Dios que está en-todos-lados-en-general-pero-en-ninguno-en-particular. Es difícil sostener una relación con un Dios que se evidencia solo en milagros y eventos únicos pero no en la vida diaria. Es difícil relacionarse con Dios cuando solo se manifiesta como un poder apabullante.

Por tal motivo el Mishkán se transformó en la señal visible de la presencia permanente de Dios en medio del pueblo. Los que allí oficiaron lo hicieron, no por su grandeza personal, como Moshé, sino por nacimiento y por oficio, señalado por sus vestimentas. El Mishkán representa el reconocimiento del hecho de que la espiritualidad humana tiene que ver con las emociones, no solo con el intelecto; con el corazón, no solo con la mente. De ahí lo estético y lo visual como una manera de inculcar la sensación de sobrecogimiento. Maimónides así lo expuso en su Guía para  perplejos:

Con el objeto de elevar la estima del Templo, los encargados de oficiar allí recibieron grandes honores y los Sacerdotes y los Levitas fueron diferenciados del resto. Se ordenó que los Sacerdotes se vistieran con buenos y hermosos ropajes, “vestimenta sagrada para gloria y esplendor” (Éxodo 28:2)… El Templo sería tratado con gran reverencia por todos.

Guía de los perplejos, Libro 3, Capítulo 44

Las vestimentas de los oficiantes en el Santuario/Templo debían tener la gloria y el esplendor que indujera al sobrecogimiento, como planteó Rainer Maria Rilke en las Elegías de Duino: “Pues la belleza no es nada más que el comienzo del terror que estamos apenas preparados para soportar.” El objetivo del énfasis en los elementos visuales del Mishkán y de los grandiosos ropajes de los que allí oficiaban era para crear una atmósfera de reverencia que apuntara a una belleza y esplendor que los trascendía, o sea, a Dios mismo.

Maimónides captó el poder emotivo de lo visual. En sus Ocho Capítulos, el preludio de su comentario sobre el tratado Avot, dice: “El alma necesita descansar y hacer aquello qué relaja los sentidos: mirar decoraciones y objetos hermosos para que el cansancio sea menor.” El arte y la arquitectura pueden disminuir la depresión y energizar los sentidos.

Poner el foco en lo visual le permite a Maimónides explicar la difícilmente comprensible ley que impide a un Cohen con un defecto físico oficiar en el Templo. Eso va en contra del principio general de Rajmana liba ba’i, “Dios quiere el corazón,” el espíritu interno. La exclusión, dice Maimónides, nada tiene que ver con la naturaleza de la plegaria ni con el servicio Divino sino con las actitudes populares. “La muchedumbre no aprecia al hombre en su verdadero ser”, escribe, sino que lo juzga por las apariencias. Puede que estuviera mal, pero en el Santuario era un hecho innegable,  su propósito era el de traer la experiencia de Dios a la tierra en una estructura física con una rutina regular llevada a cabo por personas comunes. La finalidad consistía  en hacer que la gente pudiera percibir la presencia Divina invisible, mediante un fenómeno visible.

Hay un lugar para la estética y para lo visual en la vida espiritual. En tiempos modernos, Rav Kook en particular esperaba una renovación del arte judío en la resurgida tierra de Israel. Como he escrito en otros textos, él amaba la obra de Rembrandt, decía que representaba la luz del primer día de la creación. También apoyó, con algunas reservas, la Academia de Arte Bezalel, una de las primeras señales de esta renovación.

Hidur mitzvá – llevar la belleza al cumplimiento de un precepto – se origina en el Mishkán. La gran diferencia entre el antiguo Israel y la antigua Grecia es que los griegos creían en lo sagrado de la belleza, mientras que Israel sostiene el hadrat kodesh, la belleza de lo sagrado.

Yo creo que la belleza tiene poder, y en el judaísmo siempre tuvo una finalidad espiritual: hacernos tomar conciencia del universo como obra de arte, testimonio del Artista supremo, Dios mismo.

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Traductores

Carlos Betesh