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El Señor habló a Moshé diciendo: “Dile a los israelitas que hagan una ofrenda para Mí; toma Mi ofrenda de todos aquellos a los que su corazón los mueve a dar.” (Éxodo 25:1-2)
Nuestra parashá marca un punto de inflexión en la relación entre los israelitas y Dios. Ostensiblemente, lo nuevo era el producto: el Santuario, el hogar portátil para la Divina Presencia durante la travesía del pueblo a través del desierto.
Pero es posible plantear que lo nuevo, más que el producto fue el proceso, resumido en la palabra que le dio el nombre a nuestra parashá, Terumá: regalo, contribución, ofrenda. La parashá nos dice algo muy profundo. Dar confiere dignidad. Recibir, no.
Hasta ese momento los israelitas habían sido receptores. Virtualmente todo lo que habían experimentado había sido dado por Dios. Él los redimió de Egipto, los liberó de la esclavitud, los guió a través del desierto, creó un camino para ellos a través del mar. Cuando tuvieron hambre, Él les brindó comida. Cuando estaban sedientos, les dio agua. Aparte de la batalla contra los Amalekitas, no habían hecho prácticamente nada por sí mismos.
Aunque a nivel físico esto haya sido una entrega sin precedentes, el efecto psicológico no fue bueno. Los israelitas se volvieron dependientes, expectantes, irresponsables e inmaduros. La Torá registra sus repetidas quejas. Al leerlas, sentimos que era un pueblo desagradecido, petulante y quejumbroso.
Por otra parte, ¿qué otra cosa podrían haber hecho? No podrían haber cruzado el mar ellos solos ni haber encontrado alimentos y agua en el desierto. Lo único que les dio resultados fueron las quejas. El pueblo se quejó ante Moshé. Moshé se dirigió a Dios. Dios hizo un milagro. Desde la perspectiva del pueblo, quejarse funcionó.
Sin embargo, ahora Dios les dio algo totalmente distinto. No tuvo nada que ver con las necesidades físicas y todo que ver con la necesidad psicológica, moral y espiritual. Dios les dio la oportunidad de dar.
Uno de mis recuerdos, todavía candente a través de la nebulosa del tiempo olvidado, se remonta a mi niñez, quizás a mis seis o siete años. Yo fui bendecido por tener padres muy protectores. La vida no les había brindado muchas oportunidades y ellos tomaron la determinación de que nosotros, sus cuatro hijos, tuviéramos lo que a ellos les había sido negado. Mi padre, de bendita memoria, estaba muy orgulloso de mí, su primogénito.
A mí me parecía muy importante demostrarle mi gratitud. Pero, ¿qué es lo que le podía dar? Todo lo que tenía lo había recibido de mi madre o de él. Era una relación totalmente asimétrica.
En cierto momento en alguna tienda encontré un trofeo como los de plata, pero de plástico. En su base estaba inscripto “Al mejor padre del mundo.” Hoy, después de tantos años, me conmueve el recuerdo de ese objeto. Era barato, banal, casi cómicamente absurdo. Lo inolvidable fue lo que él hizo después de recibirlo.
No recuerdo lo que dijo o incluso si sonrió. Lo que sí recuerdo es que lo colocó sobre su mesita de luz donde permaneció – humilde, trivial – durante todos los años que viví en la casa.
Él me permitió darle algo, y luego demostró que mi obsequio era significativo para él. Con ese acto me brindó dignidad. Me permitió ver que podía dar algo aun a la persona que me había dado todo lo que yo poseía.
Hay una extraña regla en la ley judía que expresa esa idea. “Incluso una persona pobre, dependiente de la tzedaká (caridad), tiene la obligación de dar tzedaká a otra persona.”[1] Aparentemente esto no tendría ningún sentido. ¿Por qué obligar a la persona que depende de la caridad a dar caridad a su vez? El principio de la tzedaká ciertamente consiste en que el que más tiene debe darle al que tiene menos de lo que necesita. Por definición, el que es dependiente de la tzedaká no posee más de lo que necesita.
La realidad, sin embargo, es que la tzedaká va dirigida no solo a las necesidades físicas sino también a la posición psicológica. Necesitar y recibir tzedaká es, según una de las percepciones más profundas del judaísmo, esencialmente humillante. Como decimos en Birkat ha-Mazon, “Por favor, Oh Señor nuestro Dios, no nos hagas dependientes de obsequios o préstamos de otra gente, sino solo de Tu plena, abierta, sagrada y generosa mano, de tal forma que no tengamos que sufrir vergüenza ni humillación para siempre y por todos los tiempos.”
Muchas de las leyes de la tzedaká reflejan este hecho, tal como la de que es preferible que el dador no sepa quién es el receptor, y que el que recibe no sepa quién es el que da. De acuerdo a la famosa resolución de Maimónides, el grado más alto de todos los niveles de tzedaká es aquel en que “se fortalece a un hermano judío dándole un obsequio, un préstamo, proponerle una sociedad o conseguirle un trabajo, hasta que se pueda fortalecer lo suficiente como para no depender de otros (para su subsistencia).”[2] Esta no es la caridad en su acepción convencional. Es conseguir un empleo o ayudarlo a iniciar una actividad. ¿Por qué entonces es la forma más elevada de tzedaká? Porque consiste en devolverle a la persona la dignidad.
La persona que depende de la tzedaká tiene necesidades físicas que deben ser atendidas por otras personas o por la misma comunidad. Pero también tiene necesidades psicológicas. Y es por eso que la ley judía establece que se debe dar a los demás. Dar confiere dignidad, cosa que a ninguna persona le debe faltar.
Todo el relato de la construcción del Mishkán, el Santuario, es en realidad muy extraño. El Rey Salomón dijo en su discurso de consagración del Templo de Jerusalem, “Pero, ¿realmente vivirá Dios en la tierra? ¡Si los cielos en toda su dimensión no Te pueden contener, cuánto menos esta Casa que he construido!”(Reyes I 8:27). Si eso le correspondía al Templo en toda su gloria, cuánto más apropiado sería para el Mishkán, el pequeño santuario portátil hecho de vigas y colgantes, desmontables cada vez que el pueblo iniciaba una travesía y que se rearmaba cada vez que acampaba. ¿Cómo sería posible que fuera una casa para el Dios que creó el universo, puso a imperios de rodillas, hizo milagros y portentos, y cuya presencia era de una intensidad difícil de soportar?
Pero yo creo que en una pequeña dimensión humana, lo que hizo mi padre cuando colocó mi humilde regalo a su lado durante todos esos años, fue quizás el acto más generoso que tuvo hacia mí. Y lehavdil, comparaciones aparte, lo que hizo Dios cuando permitió a los israelitas presentarle sus ofrendas, y de ellas hacer un hogar para la Divina Presencia, fue un acto de inmensa aunque paradójica generosidad.
También nos dice algo de gran profundidad sobre el judaísmo. Dios quiere que tengamos dignidad. Nosotros no estamos contaminados por el pecado original. No somos incapaces de hacer el bien sin la gracia Divina. La fe no es mera sumisión. Hemos sido creados a la imagen de Dios, somos Sus hijos, Sus embajadores, Sus socios, Sus emisarios. Él no quiere que seamos solo receptores sino que podamos dar. Él está dispuesto a vivir en el hogar que, pequeño y humilde, le hemos construido.
Esto es lo que se insinúa en el nombre dado a la parashá, Terumá. Normalmente se traduce como ofrenda, contribución, pero en realidad significa algo que elevamos. La paradoja de dar es que cuando elevamos algo para dar al otro, somos nosotros los elevados.
Yocreo que lo que nos eleva en la vida no es lo que recibimos sino lo que damos. Cuanto más damos de nosotros, más grandes nos volvemos.

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Fuentes
[1] Rambam, Mishné Torá, Hiljot Matanot Aniim 7:5.
[2] Ibid., 10:7
Traductores
Carlos Betesh