No más allá del mar (Nitzavim 5779)

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Cuando yo era estudiante universitario a fines de los años sesenta – la época de las protestas estudiantiles, las drogas psicodélicas, los Beatles meditando junto con el Maharishi Mahesh Yogui – circulaba un cuento. Una mujer judía norteamericana, de unos sesenta años, viajó al norte de la India para ver a un celebrado gurú. Había una multitud de gente esperando ver al santo, pero ella se abrió camino entre los devotos diciendo que debía consultarlo con urgencia. Finalmente, luego de sortear a los fieles que le impedían pasar, entró a su carpa y se plantó frente al maestro. Lo que le dijo en esa instancia ya entró en el terreno de la leyenda. Le dijo, “Marvin, ya está. Suficiente. Escucha a tu madre, vuelve a casa.”

Desde los años sesenta los judíos se interesaron por muchas religiones y culturas, con una notable excepción: la suya propia. El judaísmo ha tenido sus místicos y hombres de meditación, poetas y filósofos, santos, tanto hombres como mujeres, visionarios y profetas. Con frecuencia parecería que el deseo de lograr una iluminación espiritual estuviera en relación directa con la distancia, con lo foráneo y lo no familiar. Preferimos lo lejano a lo que está cerca.

Moshé ya había vislumbrado esa posibilidad: Ahora, lo que yo les estoy ordenando hoy no es demasiado difícil de lograr ni está más allá de vuestro alcance. No está en el cielo, para que tengan que preguntar: “¿Quién ascenderá al cielo para obtenerlo y proclamarlo a nosotros para que lo podamos obedecer?” Tampoco está más allá del mar por si preguntan “¿Quién cruzará el mar para obtenerlo y proclamar que lo debemos obedecer?” No, la palabra está muy cerca de ustedes: está en vuestra boca y vuestro corazón para que la puedan obedecer. (Deuteronomio 30:11-14)

Moshé percibió proféticamente que en el futuro los judíos dirían que para hallar inspiración sería necesario ascender al cielo o cruzar el mar. Está en cualquier lado menos aquí. Así fue durante una buena parte de la historia judía, en la era del Primer y Segundo Templo. Comenzamos con la época en la cual el pueblo estuvo tentado por los dioses de los pueblos vecinos, Baal de los cananitas, Shemosh de los moabitas o Marduk y Astarté de los babilonios. Más adelante, en tiempos del Segundo Templo, fueron atraídos por el helenismo en sus versiones griega y romana. Es un fenómeno extraño, bien descrito por la frase memorable de Groucho Marx: “No quiero pertenecer a ningún club que me acepte como miembro.” Los judíos han tenido una acentuada tendencia a enamorarse de pueblos que no los aman y de buscar casi cualquier camino con tal de que no sea el propio. Pero esto es muy debilitante.

Cuando grandes mentes abandonan el judaísmo, el judaísmo pierde grandes mentes. Cuando buscan espiritualidad en otros lados, la espiritualidad judía sufre. Y esto tiende a ocurrir de manera paradójica, en la forma descrita varias veces por Moshé en Deuteronomio. Ocurre en épocas de abundancia, no de pobreza, en tiempos de libertad, no de esclavitud. Cuando parece que tenemos poco para agradecer a Dios, lo hacemos. Cuando tenemos mucho para agradecer, nos olvidamos.

Las épocas en que los judíos adoraban ídolos o se helenizaron fueron en los tiempos del Templo durante los cuales vivían en su tierra disfrutando de su soberanía o de su autonomía. En Europa, los tiempos en los que los judíos abandonaron el judaísmo fueron los de la Emancipación, desde fines del siglo XVIII hasta comienzos del siglo XX, donde por primera vez gozaron de sus derechos civiles.

Las culturas de su entorno en la mayoría de los casos eran hostiles a los judíos y al judaísmo. Sin embargo los judíos prefirieron adoptar la cultura que los rechazaba más que abrazar la propia que les pertenecía por nacimiento y por herencia con la posibilidad de sentirse a sus anchas. En muchos casos los resultados fueron trágicos.

Ser adoradores de Baal no llevó a los israelitas a ser aceptados por los cananitas. Adoptar el helenismo no hizo que los judíos fueran queridos por los griegos ni por los romanos. Abandonar el judaísmo en el siglo XIX no puso fin al antisemitismo: al contrario, lo enardeció. De ahí la poderosa insistencia de Moshé: para encontrar la verdad, la belleza y la espiritualidad no es necesario ir a otro lado. “La palabra está muy cerca de ustedes; está en vuestra boca y vuestro corazón para que la puedan obedecer.”

Como consecuencia, los judíos enriquecieron a otras culturas más que a la propia. Parte de la Octava Sinfonía de Mahler es una misa católica. Irving Berlin, hijo de un jazán, escribió “Navidad Blanca,” White Christmas. Félix Mendelssohn, nieto de Moisés Mendelssohn, uno de los primeros judíos “iluminados”, compuso música eclesiástica y rescató la largamente olvidada Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach. Simone Weil, una de las pensadoras cristianas más profundas del siglo XX citada por Albert Camus como “el único gran espíritu de nuestro tiempo” – fue hija de padres judíos. Asimismo Edith Stein celebrada por la Iglesia católica como santa y mártir, pereció en Auschwitz porque para los nazis, era judía. Y así sucesivamente.

¿Fue falla de Europa no aceptar la judeidad de los judíos y el judaísmo? ¿Falló el judaísmo en no enfrentar el desafío? El fenómeno es tan complejo que no admite una sola explicación. Pero en ese proceso hemos perdido arte, grandes intelectos, grandes espíritus y mentes.

De alguna forma la situación cambió, tanto en Israel como en la Diáspora. Ha habido mucha música judía nueva y un renacimiento del misticismo judío. También, nuevos escritores y pensadores judíos. Pero espiritualmente aún estamos en falta. Las raíces más profundas de la espiritualidad vienen de dentro: de una cultura, de la tradición, de la sensibilidad. Vienen de la sintaxis y la semántica del idioma nativo del alma: “La palabra está muy cerca de ustedes; está en vuestra boca y vuestro corazón para que la puedan obedecer.”

La belleza de la espiritualidad judía es precisamente que Dios es cercano. No necesitas escalar una montaña o entrar en un ashram para encontrar la Divina Presencia. Está alrededor de la mesa en la cena de Shabat, en la luz de las velas y en la sencilla santidad del vino de Kidush y de las jalot, en la alabanza de Eshet Jail y la bendición de los hijos, en la paz interior que sobreviene cuando dejas que el mundo funcione solo por un día mientras celebras las buenas cosas que vienen, no del trabajo sino del descanso, no comprando sino disfrutando – los regalos que has tenido desde siempre y que no has tenido tiempo de apreciar.

En el judaísmo, Dios está cerca. Está en la poesía de los salmos, la más grande literatura del alma que se haya escrito. Está ahí escuchando nuestros debates cuando estudiamos una página del Talmud o proponemos una nueva interpretación de los textos antiguos. Está ahí en la alegría de las festividades, en las lágrimas de Tisha Be’Av, en el eco del shofar en Rosh Hashaná, en la contrición de Iom Kipur. Está en el aire mismo de la tierra de Israel y en las piedras de Jerusalem, donde lo más antiguo de lo antiguo y lo más nuevo de lo nuevo conviven como íntimos amigos.

Dios está cerca. Esa es la sensación dominante que percibo a través de una vida de estar en contacto con la fe de mis ancestros. El judaísmo no necesitó de catedrales, monasterios, teologías abstrusas ni ingenuidades metafísicas por más bellas que sean – porque para nosotros Dios es el Dios de todos y de todo lugar, que tiene tiempo para cada uno de nosotros, y que se encuentra con nosotros en el lugar en que estemos, si es que estamos dispuestos a abrir nuestro alma a Él.

Yo soy rabino. Durante años fui Rabino Jefe de Inglaterra. Pero finalmente pienso que nosotros, los rabinos, no hicimos lo suficiente para ayudar a que la gente abra sus puertas, sus mentes y sus sentimientos a la Presencia-más-allá-del-universo-que-nos-creó-con-amor que nuestros antepasados conocieron tan bien y amaron tanto. Tuvimos miedo – de los desafíos intelectuales de una agresiva cultura secular; de los desafíos sociales de estar, pero no totalmente, en el mundo; de los desafíos emocionales de ver judíos o el judaísmo del Estado de Israel siendo criticados y condenados. Entonces nos retiramos detrás de un alto muro pensando que estaríamos a salvo. Paredes altas nunca traen seguridad; solo te vuelven temeroso. (1) Lo que sí trae seguridad es confrontar los desafíos sin miedo e inspirando a otros a hacer lo propio.

Lo que Moshé quiso decir con esas extraordinarias palabras “No está en el cielo…ni más allá del mar,” fue: Kinderlach (niños), tus padres temblaron cuando oyeron la voz de Dios en el Sinaí. Estaban abrumados. Dijeron: si oímos más de esto, moriremos. Entonces Dios encontró otras formas mediante las cuales puedes encontrarte con Él sin estar abrumado. Es cierto, Él es el Creador, el soberano, el del poder supremo, la primera causa, el que mueve los planetas y las estrellas. Pero también es padre, socio, amante, amigo. Él es la Shejiná, de shajen, el vecino que vive en la casa de al lado.

Por lo tanto, agradece a Dios cada mañana por el regalo de la vida. Pronuncia la Shemá dos veces por día por el don del amor. Une tu voz a la de otros en plegaria para que Su espíritu fluya a través de ti, dándote fuerza y coraje para cambiar el mundo. Cuando no Lo puedes ver, es porque estás mirando en la dirección equivocada. Cuando parece estar ausente es porque está detrás de ti, pero debes darte vuelta para encontrarte con Él. No Lo trates como un desconocido. Él te ama. Él cree en ti. Él quiere que seas exitoso. Para encontrarlo no debes elevarte hasta el cielo ni cruzar el mar. La Suya es la voz que oyes en el silencio del alma. Es de Él la luz que ves cuando abres los ojos para sorprenderte. Es de Él la mano que tocas en el pozo de la desesperación. Es de Él el hálito que te da la vida.

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Fuentes

  1. Ver Rashi a Números 13:18

Traductores

Carlos Betesh