De sacerdote a pueblo (Kedoshim 5779)

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Algo fundamental ocurre al comienzo de esta parashá y la historia es una de las más grandes, y raramente reconocidas, contribuciones de judaísmo al mundo.

Hasta ahora Vaikrá se ha referido mayormente a los sacrificios, la pureza, el Santuario, y el sacerdocio. Resumidamente, trata sobre lugares sagrados, ofrendas, la élite y personas santas – Aarón y sus descendientes – que ofician allí. De repente, en el capítulo 19, el texto se abre para abrazar a la totalidad del pueblo y a la totalidad de la vida:

El Señor dijo a Moshé: “Habla a toda la asamblea de Israel y diles a ellos: ‘Sean santos porque Yo, el Señor vuestro Dios, Soy santo.’”

Levítico 19 1-2

Esta es la primera y única vez en Levítico que se expresa una orden tan inclusiva. Los sabios implican que el contenido de este capítulo fue proclamado por Moshé en una reunión formal de toda la nación (hak’hel). Es el pueblo como un todo al que se le ordena ser “santo,” no sólo a la élite, los sacerdotes. Es la vida misma la que será santificada, como se aclara más adelante en ese capítulo. La santidad ha de manifestarse en la forma en que la nación fabrica sus vestimentas y siembra sus suelos, en la manera que se administra la justicia, paga a los trabajadores, y conduce los negocios. A los vulnerables – los sordos, los ciegos, los ancianos, los extranjeros – se les debe brindar especial protección. Toda la sociedad debe estar gobernada con amor, sin resentimientos ni venganzas.

Lo que vemos aquí, en otras palabras, es la democratización radical de la santidad. Todas las sociedades antiguas tenían sacerdotes. En la Torá hemos encontrado hasta ahora cuatro instancias de sacerdotes no israelitas: Malkitzedek, contemporáneo de Abraham, descrito como el Sacerdote del Dios Más Elevado; Potifar, el suegro de Iosef; la totalidad de los sacerdotes egipcios, cuyas tierras Iosef no nacionalizó; e Itró, el suegro de Moshé, sacerdote midianita. El sacerdocio no era privativo de Israel, en todos lados había una élite. Acá, por primera vez, vemos un código de santidad dirigida al pueblo en su totalidad. Somos llamados a ser santos.

Curiosamente, sin embargo, esto no sorprende. La idea, si no los detalles, ya había sido insinuada. La instancia más explícita aparece en el preludio de la ceremonia del gran pacto celebrado en el Monte Sinaí cuando Dios instruye a Moshé que le diga al pueblo “Ahora si Me obedecen plenamente y cumplen Mi pacto, entonces de entre todas las naciones serán Mi posesión más preciada. A pesar que toda la tierra es Mía, serán para Mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19:5-6), o sea, un reino en el cual todos sus integrantes sean de alguna forma sacerdotes, y una nación santa en su totalidad.

El primer indicador es más temprano aún, en el primer capítulo de Génesis con su monumental declaración, “‘Hagamos Nosotros una humanidad a Nuestra imagen y a Nuestra semejanza’… Y entonces Dios creó la humanidad a Su propia imagen, en la imagen de Dios Él los creó; varón y mujer Él los creó” (Génesis 1: 26-27). Lo revolucionario de esta declaración no es que un humano pueda ser a la imagen de Dios. Es precisamente esa la forma en que los reyes de las ciudades de la Mesopotamia y los faraones de Egipto eran presentados. Eran considerados como los representantes, las imágenes vivientes de los dioses. Esa era la vía por la cual derivaban su autoridad. La revolución de la Torá consiste en la declaración de que no algunos, sino todos los seres humanos comparten esa dignidad. Independientemente de clase, color, cultura o credo, todos somos a imagen y semejanza de Dios.

De esta forma nace un conjunto de ideas que, aunque tardó milenios en materializarse, condujo a la característica distintiva de la cultura de Occidente: la dignidad de la persona humana no negociable, la idea de los derechos humanos y, eventualmente, las expresiones políticas y económicas de estas ideas: la democracia liberal por un lado, el libre mercado por el otro.

El tema no es que estas ideas fueron generadas en las mentes de los seres humanos durante la era bíblica de la historia. Decididamente esto no es así. El concepto de los derechos humanos es producto del siglo XVII. La democracia no se implementó plenamente hasta el siglo XX. Pero ya en Génesis 1 la semilla estaba plantada. Eso es lo que quiso decir Jefferson en sus famosas palabras: “Tomamos estas verdades como evidentes: que todos los hombres son creados iguales,” a lo que aludió John F. Kennedy en su discurso inaugural cuando habló de la “creencia revolucionaria” de que “los derechos humanos no provienen de la generosidad del estado, sino de la mano de Dios.”

Lo irónico es que estos tres textos, Génesis 1, Éxodo 19:6 y Levítico 19, fueron todos expresados mediante la voz que el judaísmo llama Torat Kohanim. (1) A la luz de ella, los sacerdotes no eran igualitarios. Todos provenían de una sola tribu, los Levitas, y de una sola familia de esa tribu, la de Aarón. Ciertamente, la Torá nos dice que esa no era la intención original de Dios. Inicialmente debían ser los primogénitos – los salvados de la última de las plagas – que serían los encargados, con especial santidad, de ser los ministros de Dios. Fue solo después del pecado del Becerro de Oro, del cual la tribu de Leví no participó, que fue efectuado el cambio. Aun así, el sacerdocio hubiera sido una élite, un rol específicamente reservado para los primogénitos varones. Tan profundo es el concepto de igualdad grabado en el monoteísmo que emerge precisamente de la voz sacerdotal, del lugar más inesperado.

La razón es la siguiente: la religión en el mundo antiguo era, no accidental sino esencialmente, la defensa de la jerarquía. Con el desarrollo, primeramente de la agricultura y luego de las poblaciones urbanas, surgieron sociedades altamente estratificadas con un gobernante a la cabeza, rodeado de la corte real, bajo la cual estaba la élite administrativa, y debajo de todo, una masa ignorante que era reclutada cada tanto para las guerras o como fuerza laboral utilizada para la construcción de edificaciones monumentales.

Lo que mantuvo esta estructura fue una elaborada doctrina de jerarquía celestial de origen mítico, en la cual el símbolo natural más común era el sol y cuya representación arquitectónica era la pirámide o el zigurat, una construcción masiva, ancha en la base y angosta en la cima. Los dioses habían peleado y establecido un orden de dominación y sumisión. Rebelarse contra la jerarquía terrestre era desafiar la realidad misma. Esa era la creencia universal en el mundo antiguo. Aristóteles creía que algunos nacieron para gobernar y otros para ser gobernados. Platón construyó un mito en La República en la cual las divisiones existieron porque los dioses fabricaron algunas personas con oro, otras con plata y otras con bronce. Esta era la “mentira noble” que debía ser relatada para que la sociedad se pudiera proteger de las disidencias internas.

El monoteísmo desplaza toda la base mitológica de la jerarquía. No hay un orden entre los dioses porque no hay dioses, está solamente el Único Dios, el Creador de todo. Alguna forma de jerarquía siempre existirá: los ejércitos necesitan comandantes, las películas requieren directores y las orquestas, conductores. Pero estas son categorías funcionales, no ontológicas. No es un tema de nacimiento. Por eso es aún más impactante encontrar que los sentimientos más igualitarios provienen del mundo sacerdotal, cuyo rol religioso provenía desde la cuna.

El concepto de igualdad que encontramos en la Torá específicamente, y en el judaísmo en general, no es la igualdad de la riqueza: el judaísmo no es comunismo. Tampoco es igualdad de poder: el judaísmo no es anarquía. Es fundamentalmente la igualdad de la dignidad. Somos todos ciudadanos de una nación bajo la soberanía de Dios. De ahí la elaborada estructura política y económica de Levítico, organizada alrededor del número siete, el signo de la santidad. Cada séptimo día es de tiempo libre. Cada séptimo año, lo producido por la tierra pertenece a todos; los esclavos israelitas son liberados, las deudas perdonadas. Cada quincuagésimo año la tierra ancestral debía retornar a sus dueños originales. De ahí que las desigualdades inevitables que resultan de la libertad quedan mitigadas. La lógica de todas estas medidas es la percepción sacerdotal de que Dios, el Creador de todo, es a la vez el dueño de todo: “La tierra no debe ser vendida en forma permanente, porque la tierra es Mía y ustedes residen en Mi tierra como extranjeros y residentes temporarios.” (Levítico 25: 23). Dios por lo tanto tiene el derecho, no solo el poder, de fijar límites a la inequidad. Nadie debe ser privado de su dignidad debido a la pobreza total, la servidumbre sin fin o el endeudamiento no resuelto.

Lo que es verdaderamente impactante, sin embargo, es lo que sucedió después de la época bíblica y de la destrucción del Segundo Templo. Enfrentados con la pérdida de toda la infraestructura de la santidad, el Templo, los sacerdotes y los sacrificios, el judaísmo tradujo todo el sistema de avodá, el servicio divino, a la vida diaria del judío común. En la plegaria, cada judío se convirtió en sacerdote ofrendando un sacrificio. En su arrepentimiento, se tornó en Sumo Sacerdote, expiando sus pecados y los de su pueblo. Cada sinagoga, en Israel o cualquier otro lado, se transformó en un fragmento del Templo de Jerusalem. Cada mesa fue un altar, cada acto de caridad u hospitalidad, una forma de sacrificio.

El estudio de la Torá, antes especialidad de los sacerdotes, se transformó en derecho y obligación de todos. No cualquiera podía vestir la corona del sacerdote, pero todos podían tener la corona de la Torá. Un mamzer talmid jajam, hijo ilegítimo estudioso de la Torá, según los sabios, era más grande que un am haaretz Kohen Gadol, un Sumo Sacerdote ignorante. De la tragedia devastadora de la destrucción del Templo, los sabios crearon un orden religioso y social más cercano que nunca al ideal del pueblo “como reino de sacerdotes y nación santa”. La semilla había sido plantada mucho antes, al comienzo de Levítico 19: “Habla a toda la asamblea de Israel y diles ‘Sean santos porque Yo el Señor vuestro Dios, soy santo’”

La santidad nos pertenece a todos cuando transformamos nuestras vidas en servicio a Dios, y a la sociedad en hogar para la Divina Presencia.

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  1. Naturalmente existe también un llamado profético a la igualdad. Oímos, en todos los profetas, la crítica al abuso de poder y a la explotación de los pobres e indefensos. Lo que hizo tan significativa la voz de los sacerdotes es que es la voz de la ley, y por lo tanto de la estructura legal que aliviaba la pobreza y ponía límites a la esclavitud.

Traductores

Carlos Betesh