Traductor: Carlos Betesh
Editor: Ben-Tzion Spitz
El hombre más anciano del mundo
Jaié Sará 5778
Rabino Sacks Jaie Sara 5778 [PDF]
El 11 de agosto de 2017 falleció el hombre más anciano del mundo, un mes antes de cumplir 114 años – una de las diez personas más longevas desde que comenzó el registro moderno de las edades. Si no se supiera nada acerca de este caso, se podría suponer que tuvo una vida pacífica, desprovista de temores, dificultades y peligros.
La realidad es exactamente la opuesta. La persona en cuestión se llamaba Israel Kristal, y era sobreviviente del Holocausto. Nacido en Polonia en 1903, soportó cuatro años el guetto de Lodz, y luego fue trasladado a Auschwitz. En el guetto murieron sus dos hijos. En Auschwitz, su esposa. Cuando el campo fue liberado, era un esqueleto viviente, pesaba apenas 37 kilos. Fue el único sobreviviente de toda su familia.
Fue criado como judío religioso, y siguió siéndolo toda su vida. Cuando terminó la guerra que destruyó todo su mundo, volvió a casarse, esta vez con una sobreviviente del Holocausto. Tuvieron hijos. Hicieron aliá, a Haifa. Ahí comenzó nuevamente con una fábrica de golosinas, como lo había hecho en Polonia antes de la guerra. Produjo caramelos y chocolates. Fue un innovador. Si alguna vez han comido una cáscara de naranja recubierta de chocolate o bombones de licor con forma de botellita, han gustado productos fabricados por él. Las personas que lo conocieron dijeron que era un hombre sin amargura en el alma. Su deseo era que la gente gustara de lo dulce.
En 2016, a los 113 años, decidió celebrar su bar mitzvá. Cien años antes hubiera sido imposible. En ese entonces, su madre había fallecido y su padre peleaba en la Primera Guerra Mundial. Con un sentido casi poético de lo apropiado, Israel falleció en el anochecer de Shabat Ekev, la parashá que incluye el segundo párrafo de la Shemá, que ordena ponerse tefilin y enseñar Torá a los hijos “para que tú y tus hijos puedan tener una larga vida en la tierra que el Señor prometió a vuestros antepasados.”
Israel Kristal hizo fielmente las dos cosas. En su Bar mitzvá bromeaba con que era el usuario de tefilin más viejo del mundo. Reunió a sus hijos, nietos y bisnietos bajo el talit y les dijo “Acá hay una persona, y miren cuánta gente trajo al mundo. Estamos todos aquí parados bajo mi talit y estoy pensando: seis millones de personas. Imaginen el mundo que hubieran podido construir.” Fue un hombre extraordinario.
Su vida arroja luz sobre uno de los versículos más angustiantes de la Torá. Al describir la muerte de Abraham, nuestra parashá dice que “respiró su último hálito de vida y murió a avanzada edad, anciano y satisfecho” (Gen.25: 8). La suya es la muerte más serena de toda la Torá. Pero recordemos su vida, una sucesión de pruebas, una tras otra.
Para responder al llamado de Dios, tuvo que decir adiós a su tierra, su lugar de nacimiento y la casa de su padre, y partir hacia un destino desconocido. Dos veces el hambre lo forzó al exilio, donde su vida estuvo en peligro. Habiéndole prometido Dios una descendencia numerosa – como el polvo de la tierra y las estrellas del firmamento – no tuvo hijos hasta avanzada edad. Después de eso Dios le ordenó echar al hijo que había tenido con Hagar, sirvienta de Sará. Y como si esto fuera poco, Dios le ordenó sacrificar a su único hijo, el que había concebido con Sará, Itzjak, el que Dios le había asegurado que sería su heredero espiritual y portador del pacto en el futuro.
Habiéndosele prometido una tierra siete veces, cuando murió Sará no tenía ni un centímetro cuadrado donde sepultarla y tuvo que negociar con los hititas para que le vendieran una tierra y una gruta para el entierro. Su vida fue una sucesión de esperanzas frustradas y logros demorados. Qué clase de hombre era éste del que puede decir la Torá que murió “a avanzada edad, anciano y satisfecho”?
Comprendí cuál era la respuesta a esta pregunta mediante una serie de encuentros con sobrevivientes del Holocausto, que me cambiaron la vida. Fueron los de la máxima fortaleza, los mayores defensores de la vida que he conocido. Durante años me pregunté cómo pudieron sobrevivir todo eso, habiendo visto lo que vieron y sabido lo que supieron. Pudieron traspasar la oscuridad más densa que haya descendido sobre civilización alguna.
Eventualmente pude darme cuenta de lo que habían hecho. Casi sin excepción, cuando terminó la guerra, se enfocaron con intensidad excluyente sobre el futuro. Extranjeros en tierra extraña, construyeron hogares y carreras, se casaron, tuvieron hijos y trajeron nueva vida al mundo.
No hablaron con frecuencia de sus experiencias durante la Shoá, ni con sus parejas, con sus hijos ni sus amigos íntimos. Este silencio duró, cuanto menos, cincuenta años. Sólo entonces, cuando el futuro que habían construído estaba asegurado, se permitieron echar un vistazo hacia atrás y atestiguar acerca de las penurias que habían visto y sufrido. Algunos escribieron libros. Muchos recorrieron las escuelas, donde relataron sus historias para que la memoria del Holocausto no pudiera ser negada.(1) Primero construyeron su futuro. Sólo después se permitieron recordar el pasado.
Es eso lo que hizo Abraham en la parashá de esta semana. Había recibido tres promesas de Dios: hijos, una tierra y la certeza de que sería el padre, no de una nación, sino de muchas (Gen.17: 4-5). A la edad de 137 años, tenía un hijo soltero, nada de tierra, ni era padre de naciones. No emitió, sin embargo, una sola voz de protesta. Pareciera que se dio cuenta de que Dios quería que entrara en acción, y no esperar que Dios lo hiciera por él.
Por lo tanto, cuando murió Sará, compró la primera parcela de tierra en lo que luego sería la Tierra Santa, junto con la cueva de Majpelá. Después le instruyó a su sirviente que buscara una esposa para su hijo Itzjak, para que, en vida, pudiera ver a sus primeros nietos judíos. Por último, se volvió a casar y tuvo seis hijos, que eventualmente serían los líderes de muchas naciones. No se dedicó, salvo fugazmente, a sentarse y llorar por el pasado. En su lugar, dio los primeros pasos para construir el futuro.
Eso, a su manera, es lo que hizo Israel Kristal – y así fue como un sobreviviente de la Shoá vivió para ser el hombre más anciano del mundo. Murió a “avanzada edad, y satisfecho.”
Eso también es lo que hicieron los judíos en forma colectiva cuando, apenas tres años después de estar parados frente al ángel de la muerte en Auschwitz, David Ben Gurión proclamó al Estado Judío en su antiguo hogar, en la tierra de Israel. Si el pueblo judío se hubiera quedado sentado pasivamente llorando desde entonces hasta ahora por las generaciones de judíos europeos asesinados, habría sido una reacción entendible. Pero no. Fue como si el pueblo judío hubiera afirmado colectivamente en las palabras del Rey David, “Yo no moriré, sino que viviré” (Sal. 118:17), dando testimonio al Dios de la vida. Es por eso que la nación occidental más antigua es aún joven, líder de naciones en medicina de urgencia, socorro en casos de desastres naturales, y en tecnología de salvataje.
Esa es la idea transformadora. Para sobrevivir a la tragedia y al trauma, primero se debe construir el futuro. Sólo después, recordar el pasado.
- Dos retratos fascinantes de cómo los encuentros con el Holocausto y sus sobrevivientes transformaron a jóvenes norteamericanos: ver las películas Paper clips (2004) y Freedom writers (2007).