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El capítulo 26 del libro de Vaikrá desarrolla, con impactante claridad, los términos de la vida judía bajo el pacto. Por un lado, es una descripción idílica de la bendición del favor divino: si Israel cumple los decretos de Dios y guarda sus preceptos, habrá lluvia, la tierra brindará sus frutos, habrá paz y el pueblo florecerá; tendrán hijos y la presencia divina estará en su seno. Dios los hará libres.
“Yo rompí las barras de vuestro yugo y les permití caminar con la cabeza bien erguida” (Levítico 26:13).
Sin embargo, el otro término de la ecuación detalla las maldiciones que caerán sobre la nación si los israelitas no honran su misión como nación santa.
Pero si ustedes no Me escuchan y no cumplen con estos preceptos…Yo les traeré un terror súbito, enfermedades desgastantes y fiebre que les destruirá la vista y les agotará la vida. Plantarán semillas en vano, pues lo aprovecharán vuestros enemigos…Si después de esto no Me escucharan, castigaré vuestros pecados siete veces. Quebraré vuestro obstinado orgullo y haré que el cielo sobre vosotros sea como hierro y la tierra bajo vuestros pies sea como bronce…Transformaré vuestras ciudades en ruinas y arruinaré vuestros santuarios, y no obtendré Yo satisfacción alguna del aroma de las ofrendas. Inutilizaré la tierra… Y a los que hayan permanecido, haré que sus corazones sean tan temerosos en tierra de sus enemigos que el sonido de una hoja al viento los aterrorizará y les harán huir. Correrán tan velozmente como perseguidos por la espada, y caerán, aunque nadie los persiga. (Levítico 26:14-36)
Al leerlo en su totalidad, este pasaje se asemeja más a la literatura del Holocausto que a cualquier otra. Las frases repetidas – “Y si después de esto… y si a pesar de esto… si a pesar de todo” – aparecen como martillazos del destino. Es un pasaje demoledor por su impacto, más aún porque gran parte de todo esto se hizo realidad en varios tramos de la historia judía. Sin embargo, las maldiciones terminan con la promesa profunda de un consuelo primordial. Pese a todo Dios no romperá Su pacto con el pueblo judío. Colectivamente, será eterno. Podrá sufrir, pero nunca será destruido. Padecerán el exilio pero posteriormente retornarán.
Expuesta en su máximo dramatismo, esta es la lógica del pacto. A diferencia de otras concepciones de la historia o de la política, para el pacto no hay nada que sea inevitable o aun natural acerca del destino de un pueblo. Israel no seguirá las leyes habituales de ascenso y caída de las civilizaciones. El pueblo judío no ve su existencia nacional en términos cosmológicos, grabados en la estructura del universo, inmutables y fijos para todos los tiempos, como era el caso de los antiguos mesopotámicos y los egipcios. Tampoco vería su historia como cíclica, de crecimiento y declinación. En vez de eso, dependería enteramente de consideraciones morales. Si Israel permanece fiel a su misión, florecerá. Si se aparta de su vocación , podría sufrir derrota tras derrota.
Solo una nación en el curso de la historia ha visto su destino consistentemente en términos similares: Estados Unidos. La influencia de la Biblia hebrea en la historia norteamericana – traída por los Padres Peregrinos (Pilgrim Fathers) y reiterado en la retórica presidencial desde entonces – fue decisiva. Así describe un autor la fe de Abraham Lincoln:
Somos una nación formada por un pacto, por la dedicación a una serie de principios, y por un intercambio de promesas para sostener y avanzar ciertos compromisos entre nosotros y con todo el mundo. Esos principios y compromisos constituyen el núcleo de la identidad norteamericana, el alma de su cuerpo político. Hacen que la nación norteamericana sea única, y singularmente valiosa entre y para las demás naciones. Pero la otra cara de este concepto contiene una advertencia, muy parecida a las advertencias de los profetas a Israel: si fallamos en nuestras promesas a cada uno de nosotros y perdemos los principios del pacto, entonces perderemos todo, porque eso somos nosotros.[1]
La política del pacto es política moral, que marca una conexión elemental entre el destino de una nación y su vocación. Spinoza argumentó exactamente eso. “Esto entonces, era el objeto de la ley ceremonial,” escribió, “que los hombres no hagan nada por su libre voluntad, pero siempre bajo autoridad externa,y que deben confesar mediante sus acciones y sus pensamientos que no son sus propios amos”. [2] Sin embargo, en este aspecto Spinoza se equivoca. La teología del pacto es enfáticamente una política de libertad.
Lo que está ocurriendo en Vaikrá 26 es la aplicación a toda una nación de la propuesta enunciada por Dios a los individuos, en el comienzo de la historia humana:
Entonces el Señor dijo a Caín: “¿Por qué estás enojado? ¿Por qué está decaído tu rostro? Si haces lo correcto, ¿es que no serás aceptado? Pero si no haces lo que está bien, el pecado está detrás de tu puerta al acecho; él te desea, pero deberás dominarlo”(Génesis 4: 6-7).
La elección – está diciendo Dios – está en tus manos. Eres libre de hacer lo que elijas. Pero tus acciones tendrán consecuencias. No puedes comer en exceso, no hacer ejercicio y al mismo tiempo estar sano. No puedes ser egoísta y ganarte el respeto de la gente. No puedes permitir que la injusticia prevalezca y que sostenga una sociedad cohesionada. No puedes permitir que los gobernantes utilicen el poder para sus propios fines sin destruir la base de un orden social libre y bueno. No hay nada de místico en estas ideas. Son inmediatamente comprensibles. Pero son también, ineludiblemente morales.
Yo los llevé de la esclavitud a la libertad – dice Dios – y los empoderé para ser libres. Pero no puedo abandonarlos, y no lo haré. No intervendré en vuestras elecciones pero los instruiré acerca de qué elecciones tendrían que tomar. Les enseñaré la constitución de la libertad.
El principio primero y fundamental es este: Una nación no puede adorarse a sí misma y sobrevivir. Tarde o temprano el poder corromperá a aquellos que lo ostentan. Si la fortuna los favorece y enriquecen, serán autoindulgentes y luego decadentes. Los ciudadanos ya no tendrán el coraje de luchar por su libertad, y caerán ante otro poder, más espartano.
Si existen grandes desigualdades, la gente carecerá del sentimiento del bien común. Si el gobierno es altanero y descontrolado, fracasará en lograr la lealtad del pueblo. Nada de esto anula tu libertad. Es simplemente el panorama en el que se ejercita la libertad. Puedes elegir este camino u otro, pero no todos los caminos conducen al mismo destino.
Para seguir siendo libre, una nación debe venerar a algo más grande que a sí misma: nada menos que Dios, junto con la convicción de que todos los seres humanos han sido creados a Su imaGénesis La auto adoración, a escala nacional, conduce al totalitarismo y a la extinción de la libertad. Costó la perdida de la vida de más de cien millones de seres humanos en el siglo XX recordarnos esta verdad.
Ante este sufrimiento y pérdida hay dos preguntas fundamentalmente diferentes que puede formularse un individuo o una nación, y que conducirán a resultados muy diferentes . La primera es, “¿Qué hice o hicimos mal?” La segunda es “¿Quién nos hizo esto a nosotros?” No sería exagerado decir que esta es la elección fundamental que decide el futuro de los pueblos.
Esta última conduce inexorablemente a lo que hoy se conoce como la cultura de la víctima. La causa del mal está fuera de uno. La culpa la tiene algún otro. No soy yo o nosotros los que estamos en falta sino alguna causa externa. Lo atractivo de esta lógica es abrumador. Genera simpatía. Llama a la compasión. Sin embargo, es profundamente destructiva. Hace que las personas se vean como objeto, no sujeto. Son causados, no causantes; pasivos, no activos. El resultado es el enojo, el resentimiento, la rabia y una ardiente sensación de injusticia. Nada de esto, sin embargo, conduce a la libertad, ya que por su propia lógica, su pensamiento niega su responsabilidad por las circunstancias en las que se halla. Culpar a los demás es el suicidio de la libertad.
Culparse a uno mismo, por el contrario, es difícil. Significa vivir en una constante autocrítica. No es un camino para la tranquilidad mental. Pero es profundamente empoderante. Implica que, precisamente porque aceptamos la responsabilidad por las cosas malas que han ocurrido, también tenemos la capacidad de idear un curso diferente para el futuro. Dentro de los términos del pacto el resultado depende de nosotros. Esa es la geografía lógica de la esperanza, y está implícita en la elección de las palabras que Moshé declaró:
En este día llamaré al Cielo y a la Tierra como testigos contra ustedes, de que he puesto ante vosotros la vida y la muerte, bendiciones y maldiciones. Ahora, elegid la vida para que vosotros y vuestros hijos puedan vivir. (Deut. 30: 19)
Una de las contribuciones más profundas que aportó la Torá a la civilización de Occidente es esta: que el destino de las naciones no está radicado en la exteriorización de la riqueza y el poder, el azar o las circunstancias, sino en la responsabilidad moral: la responsabilidad de crear y sostener una sociedad que honra la imagen de Dios en cada uno de sus ciudadanos, rico o pobre, poderoso o no, de igual manera.
La política de la responsabilidad no es fácil. Las maldiciones de Vaikrá 26 son lo contrario de lo reconfortante. Pero los consuelos profundos con los que finaliza no son accidentales, ni son una expresión de deseo. Son el testimonio del poder del espíritu humano cuando es convocado a la vocación más elevada. Una nación que acepta ser responsable de los males que le acontecen es también una nación que tiene un poder inextinguible de recuperación y retorno.

- ¿Dios ha honrado Su pacto con el pueblo judío? ¿Puedes traer una prueba de ello de la historia judía?
- ¿Si somos castigados por nuestros pecados, somos libres de elegir entre el bien y el mal?
- ¿La civilización judía está basada en una cultura de víctima o en la de responsabilidad moral? ¿Puedes aportar ejemplos para comprobarlo?
- John Schaar, Legitimacy and the Modern State, p.291.
- Benedict de Spinoza, Theologico-Political Treatise, 2004, cap. 5, p.76.
Traductores
Carlos Betesh
Editores
Michelle Lahan