Cuando el Yo está en silencio (Vayetzé 5779)
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La parashá de esta semana describe una visión primaria, potente, del rezo: Yaakov, en soledad y lejos de su casa, se acuesta a la noche a dormir usando solo unas piedras como almohada y sueña con una escalera, con ángeles que ascienden y descienden. Este es el encuentro inicial con “la casa de Dios” que, algún día, se convertirá en la sinagoga. Es el primer sueño con “las puertas del cielo” que permitirá el acceso a Dios que está en las alturas y que nos informa que finalmente “Dios está verdaderamente en este lugar.”
Existe, sin embargo, un matiz en el texto que se pierde en la traducción, y que los sabios jasídicos se tomaron el trabajo de recordarnos. Los verbos en hebreo llevan en sus declinaciones una indicación del sujeto: la palabra yadati significa “yo sabía” y lo yadati, “yo no sabía.” Sin embargo, cuando Yaakov despierta de su sueño él dice “Con seguridad el Señor está en este lugar ve anojí lo yadati.” Anojí significa “yo” que en esta frase está de más. La traducción literal sería “Y yo, yo no sabía.” ¿A qué se debe el doble “yo”?
Al respecto, el Rab Pinjas Horowitz (Panim Yafot) elabora una magnífica respuesta. ¿Cómo sabemos – se pregunta – que “Dios está en este lugar”? “Por anojí lo yadati – no conociendo el Yo.” Conocemos a Dios cuando nos olvidamos el ser. Sentimos el “Tú” de la Divina Presencia cuando salimos del “yo” del egocentrismo. Solamente, cuando dejamos de pensar en nosotros mismos podemos estar abiertos al mundo y al Creador. En esta introspección está la respuesta a algunas de las grandes preguntas de la plegaria: ¿Hace alguna diferencia? ¿Realmente hace cambiar a Dios? Con certeza, Dios no cambia. Además de lo cual, ¿no contradiría el rezo el principio más fundamental de la fe, que es que estamos llamados a hacer lo que es la voluntad de Dios y no pedir que Dios haga lo que desea nuestra voluntad? ¿Qué es lo que ocurre cuando rezamos?
El rezo tiene dos dimensiones, una misteriosa, la otra no. Simplemente, hay demasiados casos de rezos respondidos para que podamos negar que modifica nuestro destino. Hace diferencia. Escuché alguna vez la siguiente historia. Un hombre en un campo de concentración nazi no tuvo más voluntad de vivir – y en esas circunstancias, perder la voluntad de vivir es equivalente a morir. Esa noche volcó su corazón en una plegaria y al día siguiente fue trasladado a la cocina del campo. A escondidas de los guardias, pudo acceder a algunas cáscaras de papa, que fueron las que lo mantuvieron con vida. Esta historia me la contó su hijo.
Quizás cada uno de nosotros tiene una historia parecida. En tiempos de crisis clamamos desde la profundidad de nuestras almas, y algo ocurre. A veces solo nos damos cuenta más tarde, cuando las rememoramos. El rezo hace diferencia en el mundo – pero cómo, es un misterio.
Hay, sin embargo, otra dimensión que no es misteriosa. Más que cambiar el mundo, el rezo nos cambia a nosotros. El verbo en hebreo lehitpalel que significa “rezar”, es reflexivo, implicando una acción hecha a uno mismo. Literalmente significa “juzgarse a uno mismo.” Significa escaparse de la prisión del ser y ver al mundo, incluyéndonos a nosotros, desde afuera. El rezo es el acto en que la implacable primera persona del singular, “Yo”, queda en silencio por un momento y tomamos conciencia de que no somos el centro del universo. La realidad está afuera. Es un momento de transformación.
Si tan sólo pudiéramos evitar la pregunta “¿Cómo me afecta esto?” podríamos percibir que estamos rodeados de milagros. Hay una complejidad hermosa y casi infinita en el mundo de la naturaleza. Está la palabra divina, el mayor legado de los judíos, la biblioteca de libros que llamamos Biblia. Y está el drama sin par, extendido a lo largo de cuarenta siglos de tragedias y triunfos que han afectado al pueblo judío. Representa respectivamente las tres dimensiones de nuestro conocimiento de Dios: la creación (Dios en la naturaleza), la revelación (Dios en el texto sagrado) y la redención (Dios en la historia).
A veces, es necesaria una gran crisis para hacernos entender cuán egocéntricos hemos sido. La única pregunta suficientemente fuerte como para atribuir un significado a la existencia, no es “¿Qué es lo que necesito de la vida?” sino “¿Qué necesita la vida de mí?” Esa es la pregunta que escuchamos cuando rezamos de verdad. Más que un acto de hablar, el rezo es el acto de escuchar – lo que Dios desea de nosotros, aquí y ahora. Lo que descubrimos – si logramos crear ese silencio del alma – es que no estamos solos. Estamos aquí porque alguien, Uno, lo quiso, y Él nos ha asignado una tarea que solo nosotros podemos hacer. Y emergemos fortalecidos, transformados.
Más que cambiar a Dios, el rezo nos cambia a nosotros. Nos permite ver, sentir, saber que “Dios está en este lugar.” ¿Cómo arribamos a esa percepción? Yendo más allá de la primera persona del singular, para que por un momento podamos, como Yaakov, decir “No conozco el Yo.” En el silencio del “yo” encontramos el “Tú” de Dios.
Traductores
- Carlos Betesh
Editores
- Myriam Rozengurt