Traductor: Carlos Betesh
Editor: Ben-Tzion Spitz
Fuera de las profundidades
Vaietzé 5778
Rabino Sacks Vaietze 5778 [PDF]
Qué fue lo que agregó Yaakov a la experiencia judía? Qué es lo que encontramos en él que no tuvieran en igual medida Abraham e Itzjak? Por qué es su nombre – Yaakov/Israel – el que adoptamos como identidad? Cómo es que todos sus hijos permanecieron en la fe? Hay algo de él en nuestro ADN espiritual? Son muchas las respuestas a todo esto. Exploraré una aquí, y otra la semana entrante en la parashá de Vaishlaj.
Yaakov fue el hombre cuyos encuentros espirituales más profundos se le presentaron cuando estaba de viaje, solo y asustado, en el medio de la noche, y huyendo de un peligro a otro. En la parashá de esta semana lo vemos escapar de Esav para encontrarse con Laban, el hombre que le causaría una gran aflicción.
En la parashá de la semana entrante lo veremos huir en sentido contrario, de Laban a Esav, encuentro que lo llenará de gran temor: estaba “muy asustado y desconsolado.” Yaakov era hombre de fe, solitario por excelencia.
Pero fue precisamente en esos momentos de máximo temor en los que tuvo experiencias espirituales sin paralelo con las vidas de Abraham e Itzjak – y aún con la de Moshé. En la parashá de esta semana Yaakov tiene la visión de una escalera que se proyecta desde la tierra hasta el cielo y de ángeles que suben y bajan, al final del cual declara: “Ciertamente estaba Dios en este lugar y yo no lo sabía…Qué temible es este sitio! No es ni más ni menos que la casa de Dios, y ésta, la puerta de entrada al Cielo!” (Gen. 28 :16-17).
La semana siguiente, entre la huída de Laban y su inminente encuentro con Esav, lucha con un desconocido – descrito alternativamente como un hombre, un ángel o el mismo Dios – y recibe un nuevo nombre, Israel, y él dice: llamo a este lugar del encuentro Peniel, ya que “He visto a Dios cara a cara y aun así he salvado mi alma.” (Gen.32: 31).
Este no fue un momento menor para la historia de la fe. Normalmente se supone que los grandes encuentros espirituales se producen en el desierto, en un páramo, en la cima de una montaña, en un ashram (monasterio indio), un lugar de retiro donde el alma está en paz, el cuerpo relajado y la mente alerta. Pero ese no es el caso de Yaakov, ni es el único, ni el principal tipo de encuentro judío. Sabemos lo que significa enfrentarse con Dios, estar atemorizado y estremecido. En una buena parte de la historia judía – felizmente no en toda, pero sí en una gran medida – nuestros ancestros encontraron a Dios en noches oscuras y lugares peligrosos. No es casual que el Rabino Joseph Soloveitchik intituló a su ensayo más famoso, El Solitario Hombre de Fe o que el pensador Adin Steinsaltz haya llamado a uno de sus libros sobre judaísmo La Lucha del Espíritu.
Algunas veces ocurre que cuanto más solos nos sentimos es cuando descubrimos que no estamos solos. Podemos encontrar a Dios ante el miedo o la sensación de fracaso. A mí me pasó en momentos en que me sentí más inapropiado, sobrepasado, abandonado, menospreciado por otros, descartado y desdeñado. Fue entonces que sentí la mano de Dios extendida para salvarme, de la misma forma que lo hizo un desconocido en Italia durante mi luna de miel, que intervino cuando casi me ahogo.(1) Ese es el regalo de Yaakov/Israel, el hombre que encontró a Dios en medio de la oscuridad.
Yaakov fue el primero, pero no el último. Recordemos las terribles palabras de Moshé en su momento de crisis, “Si esto es lo que Me vas a hacer a mí, te pido por favor que me mates ahora, si no he hallado favor en Tus ojos, y sálvame de este martirio” (Num. 11: 15). Ahí fue cuando Dios permitió a Moshé ver el efecto que tuvo su espíritu sobre los setenta ancianos, uno de los pocos casos en que se permitió a un líder espiritual ver, en vida, la influencia que tuvo sobre otros.
Fue cuando Elías estaba extenuado y a punto de desear su muerte, que Dios le envió la gran revelación del Monte Horeb: el remolino, el fuego, el terremoto y la suave, pequeña voz (1Reyes 19). Hubo un tiempo en que Jeremías estaba tan deprimido que dijo: “Maldito sea el día en que nací, que no sea bendecido el día que mi madre me vio nacer. Por qué he salido del vientre para ver fatiga, pena, y que mis días terminen en vergüenza?” (Jer. 20: 14, 18). Fue después de este episodio que anunció sus profecías más gloriosas y llenas de esperanza: sobre el retorno de Israel del exilio, del amor eterno de Dios hacia Su pueblo, y que la nación viviría tanto como el sol, la luna y las estrellas (Jer. 31).
Quizás nadie transmitió de manera más movilizadora esta condición que el Rey David, en uno de sus salmos más intensos. En efecto, en el salmo 69 él habla como si se estuviera ahogando:
“Sálvame, oh Dios, pues las aguas me han llegado hasta el cuello. Me hundo en las profundidades fangosas, donde no es posible hacer pie.” (Salmo 69: 2-3)
También está la famosa frase común a judíos y cristianos: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Salmo 22: 2) O la otra igualmente conocida, “Desde las profundidades te clamo a Ti, Oh Dios” (Salmo 130: 1).
Esta es la herencia de Yaakov, que descubrió que se puede encontrar a Dios no sólo cuando se está pastando ovejas tranquilamente o acompañando a otros en el rezo en la sinagoga, sino también en momentos de peligro, lejos del hogar, con riesgos por delante y temor detrás.
Estos dos encuentros, en esta parashá y en la de la semana que viene, también nos proporcionan metáforas contundentes acerca de la vida espiritual. Algunas veces la vivimos como ascendiendo a una escalera, un peldaño a la vez. Cada día, semana, mes o año, a medida que estudiamos y comprendemos más, nos vamos acercando al Cielo, mientras aprendemos a superar el combate, elevarnos sobre nuestras emociones, y comenzar a percibir la complejidad de la condición humana. Esa es la fe como escalera.
También está la fe como lucha, donde lidiamos con nuestras dudas y hesitaciones, sobre todo con el temor (llamado el “síndrome del impostor”) de que no somos tan grandes como piensan otros o como Dios quiere que seamos.(2) De este tipo de experiencias podemos, como Yaakov, salir rengueando. Pero es precisamente en estas pruebas que podemos también descubrir que hemos estado luchando con un ángel que nos revela una fuerza que no creíamos tener.
Los grandes músicos tienen la capacidad de captar el dolor y transformarlo en belleza.(3) La experiencia espiritual es ligeramente distinta a la estética. Lo que cuenta en la espiritualidad es la verdad existencial, de cómo mi ser casi infinitesimal se encuentra con el Otro Infinito, y así descubrir mi lugar en la totalidad de las cosas. Y una fuerza que no es la mía me atraviesa, salvándome de las aguas turbulentas y de los tormentos del alma.
Este es el regalo de Yaakov, y es la idea cambiante de vida: que de las profundidades podemos llegar a las alturas. Las crisis más profundas de nuestras vidas pueden llegar a ser los momentos donde podemos arribar a las verdades más profundas y adquirir nuestra mayor fortaleza.
- He relatado esta historia en el video Understanding Prayer; Thanking and Thinking. (Comprendiendo el rezo; agradeciendo y pensando). También en mi libro Celebrating Life (Celebrando la vida).
- Están, naturalmente los del fenómeno opuesto, los que piensan que han superado al judaísmo, que son más que la fe de sus padres. Sigmund Freud parece haber padecido de esta condición.
- El ejemplo supremo es el adagio del Quinteto para cuerdas op.163 en Do Mayor de Schubert, escrito dos meses antes de su muerte.