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¿Somos naturalmente buenos o naturalmente malos? Sobre este tema, por cierto, mentes brillantes han estado debatiendo desde hace mucho tiempo. Hobbes creía que tenemos, en forma natural, “un deseo perpetuo e irrefrenable de poder que solo cesa con la muerte1.” Somos malos, pero el gobierno y la policía pueden limitar el daño que hacemos. Rousseau, por el contrario, creía que somos naturalmente buenos. Es la sociedad y las instituciones las que nos hacen malos2.
Hoy en día, la discusión continúa entre los neo-darwinianos. Algunos creen que la selección y la lucha por la subsistencia nos hacen, genéticamente, más halcones que palomas. Como lo plantea Michael T. Ghiselin, “Raspa a un altruista y mira cómo sangra un hipócrita3”. En cambio, el naturalista Frans de Waal en su hermosa serie de textos sobre los primates que incluye a sus favoritos, los bonobos, demuestra qué estos pueden mostrar empatía, cuidado, y hasta actitudes altruistas4. Entonces, por naturaleza, lo somos nosotros.
T.E.Hume asoció esto a la división fundamental a través de la historia entre clasicistas y románticos. Los románticos creían que “el hombre era bueno por naturaleza, que solo había leyes y costumbres malas que lo oprimían. Retirándolas, el hombre tendría la posibilidad de desarrollar infinitas realizaciones”. 5 Los clasicistas opinaban lo contrario, que “El hombre es un animal extraordinario, fijo y limitado, cuya naturaleza es absolutamente constante. Solo mediante la tradición y la organización puede extraerse algo bueno de él6”.
En el judaísmo, según los Sabios, esta era la discusión entre los ángeles cuando Dios les consultó si debía crear o no a los humanos. Los ángeles eran el plural en “Creemos a los humanos”. (Génesis 1:26) Un Midrash nos cuenta que los ángeles de jesed y tzedek dijeron: “Que sean creados, porque los humanos tienen actos de bondad y rectitud”. Los ángeles de shalom y emet dijeron: “Que no sean creados, porque mentirán y provocarán guerras”. ¿Qué hizo Dios? Los creó de igual manera teniendo fe de que gradualmente se tornarían mejores y menos destructivos7. Eso, en términos seculares, es con lo que el experto en neurociencias de Harvard, Steven Pinker, coincidió8. En conjunto y con obvias excepciones, es cierto que, con el tiempo, nos hemos vuelto menos violentos.
La Torá sugiere que somos tanto destructivos como constructivos, y la psicología evolutiva nos dice por qué. Hemos nacido para competir y cooperar. Por un lado, la vida es una lucha competitiva por recursos escasos; por lo tanto, luchamos y matamos. Por el otro lado, solo sobrevivimos formando grupos. Sin los hábitos de cooperación, altruismo y confianza, no podríamos formar grupos y por lo tanto no podríamos sobrevivir. Eso es lo que señala la Torá cuando dice “No es bueno que el hombre esté solo”. (Génesis 2:18) Por eso somos tanto agresivos como altruistas: agresivos con los extranjeros y altruistas con los integrantes de nuestro grupo.
Pero la Torá es mucho más profunda como para dejar el tema en el nivel de la vieja broma del rabino que al escuchar a las dos partes de una discusión doméstica le dice al marido: “Tú tienes razón,” y a la esposa, “Tú tienes razón,” y cuando su discípulo le dice que no pueden tener razón ambos, le contesta “Tú también tienes razón”. La Torá señala el problema, pero también la respuesta que no es para nada obvia. Esa es la clave que nos ayuda a decodificar un argumento muy sutil que viene de la parashá anterior y está también en esta.
La estructura básica de la narración que comienza con la creación y concluye con Noaj es la siguiente: primero, Dios creó un universo de orden. Después creó a los seres humanos que crearon un universo de caos: “la tierra estaba plagada de violencia”. Entonces Dios, en cierta forma, eliminó la creación al traerel Diluvio, para volver a la tierra como era al comienzo cuando era “una masa sin forma, vacía, con oscuridad sobre la superficie de las profundidades, y el espíritu de Dios surcaba sobre las aguas”. (Génesis 1:2) Después, comenzó nuevamente con Noaj y su familia, como el nuevo Adán y Eva y sus hijos.
Génesis 8-9 es, por lo tanto, como una nueva versión de Génesis 1-3, con dos diferencias importantes: la primera es que en los dos relatos una palabra clave aparece siete veces, pero de manera distinta. En Génesis 1 la palabra es “bueno”. En Génesis 9 es “pacto”. La segunda es que en los dos casos se hace referencia al hecho de que los humanos fueron creados a imagen de Dios, pero las dos frases tienen implicancias distintas. Génesis 1 nos dice que “Dios creó a la humanidad a Su imagen, a la imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó”. (Génesis 1:27) En Génesis 9 leemos que “Cualquiera que derrame sangre de un hombre, por el hombre su sangre será derramada, pues a la imagen de Dios Él creó la humanidad” (Génesis 9:6).
La diferencia es impactante. Génesis 1 me dice que “yo” soy a la imagen de Dios. Génesis 9 me dice que “tú,” mi víctima potencial, eres a la imagen de Dios. Génesis 1 nos habla de poder humano. Somos capaces, dice la Torá, de “dominar a los peces en el mar y a las aves en el cielo”. Génesis 9 nos habla del límite moral del poder. Podemos matar, pero no debemos hacerlo. Tenemos el poder, pero no el permiso.
Al leer atentamente la narración, parecería que Dios creó a los humanos con la convicción de que elegirían lo bueno y lo correcto naturalmente.
No comerían el fruto del “árbol del Conocimiento del Bien y el Mal,” porque el instinto les indicaría que debían comportarse como corresponde. El cálculo, la reflexión, la decisión (todo lo asociado con el conocimiento), serían innecesarios. Actuarían como Dios hubiera querido que lo hicieran porque habían sido creados a Su imagen.
No resultó así. Adán y Eva pecaron, Caín cometió un asesinato y en pocas generaciones, el mundo fue llevado al caos. Es ahí cuando leemos que Dios vio cuán grande era la maldad que la especie humana había causado sobre la tierra, y que cada inclinación del pensamiento del corazón humano era malvada en todo momento. “El Señor lamentó haber creado al hombre en la tierra, y le apenó en Su corazón”. (Génesis 6:6) Todo lo demás en el universo era bueno, tov. Pero los humanos no son naturalmente buenos. Ese es el problema. La respuesta, según la Torá, es el pacto.
El pacto introduce la idea de la ley moral. Esta no es lo mismo que la ley científica. Las leyes científicas corresponden a hechos comunes observados en la naturaleza: suelta un objeto y caerá. La ley moral refiere a la conducta: no robarás, no hurtarás, no engañarás. Las leyes científicas describen. Las morales prescriben.
Cuando un evento determinado no ocurre de acuerdo al estado corriente de la ciencia, cuando “infringe” la ley, es una señal de que hay algo mal en la ley. Es por eso que las leyes de Newton fueron reemplazadas por las de Einstein. Pero cuando un ser humano transgrede la ley, cuando la gente hurta, roba o engaña, la falla no está en la ley sino en el hecho en sí. Por lo tanto, debemos cumplir con la ley y condenar, y a veces castigar al causante del hecho. Las leyes científicas nos permiten predecir. Las morales nos ayudan a decidir. Las científicas son aplicables a entidades desprovistas de libre albedrío. Las morales presuponen el libre albedrío. Es lo que nos diferencia cualitativamente de otras formas de vida.
Por lo tanto, según la Torá, comienza una nueva era centrada no en la idea de la bondad natural sino en el concepto del pacto, o sea, la ley moral. La civilización comienza en la transición de lo que los griegos llamaron physis, naturaleza, a nomos, ley. Eso es lo que hace que el concepto de ser “a la imagen de Dios” sea distinto en Génesis 1 de Génesis 9. Génesis 1 trata sobre naturaleza y biología. Fuimos creados a la imagen de Dios en el sentido de que podemos pensar, hablar, planificar, elegir y dominar. Génesis 9 es sobre la ley. Otras personas también fueron creadas a la imagen de Dios. Por lo tanto, debemos respetarlas al prohibir el asesinato e instituyendo la justicia. Con este simple esquema, nace la moralidad.
¿Qué es lo que nos dice la Torá sobre la moralidad?
Primero, que es universal. La Torá establece el pacto de Dios con Noaj y a través de él, con toda la humanidad antes de su particular pacto con Abraham y luego, el pacto con sus descendientes en el Monte Sinaí. Nuestra humanidad universal precede a nuestras diferencias religiosas. Esta es una verdad que necesitamos recalcar profundamente en este siglo en el que a la violencia se le ha dado tanta justificación religiosa. Génesis nos dice que nuestros enemigos también son humanos.
Esta puede ser la contribución especial del monoteísmo a la civilización. Todas las sociedades, antiguas o modernas, tienen alguna forma de moralidad, pero generalmente se refiere a las relaciones intergrupales. La agresividad hacia el extranjero es casi universal, tanto en el reino animal como en el humano. Entre extranjeros, domina el poder. Como decían los atenienses a los melianos, “Los poderosos hacen lo que quieren; los débiles, lo que deben9”.
La idea de que aun las personas que no son como nosotros tienen derechos, que debemos “amar al extranjero” (Deuteronomio 10: 19), podría considerarse totalmente extraño por la mayoría de las personas en ese tiempo. Se necesitó reconocer que hay un solo Dios en toda la humanidad (“¿No tenemos todos un padre? ¿No nos creó a todos nosotros un Dios?”; Malají 2:10) para crear el avance fundamental de la idea de que hay morales universales, como la santidad de la vida, la demanda de justicia y el imperio de la ley.
Segundo, Dios mismo reconoce que no somos naturalmente buenos. Después del Diluvio, dice: “Yo nunca más volveré a maldecir la tierra debido a la humanidad, aun cuando su mente se incline hacia el mal, desde la niñez”. (Génesis 8: 21) El antídoto contra el ietzer, la inclinación hacia el mal, es el pacto.
Ahora conocemos la explicación por medio de la neurociencia. Nuestro cerebro tiene la corteza pre frontal que evolucionó para permitir que los humanos puedan pensar y actuar reflexivamente y tener en cuenta las consecuencias de sus actos. Pero es más lenta y débil que las amígdalas, (lo que los místicos judíos llamaban nefesh habehamit, el alma animal) que produce, aún sin que tengamos tiempo de pensar, las reacciones de pelear o huir, sin las cuales los humanos antes de la civilización no hubieran podido sobrevivir.
El problema es que estas reacciones instintivas pueden ser profundamente destructivas. Frecuentemente, llevan a la violencia no solo entre las especies (depredador y presa) que es parte de la naturaleza, sino también a la violencia más gratuita que también caracteriza la vida de la mayoría de los animales sociales. No se trata de que hacemos solamente el mal. La empatía y la compasión son tan naturales en nosotros como el temor y la agresión. El problema es que el temor yace bajo la superficie de la interacción humana, y puede superar todos nuestros otros instintos.
Daniel Goleman llama a esto un secuestro de amígdala. “Las emociones nos hacen prestar atención en ese momento–esto es urgente– y nos organizan un plan de acción sin que tengamos tiempo de pensar dos veces. El componente emocional evolucionó muy tempranamente: “¿lo como yo o me comerá él a mí?10” La acción impulsiva es muchas veces destructiva porque se lleva a cabo sin medir las consecuencias. Es por eso que Maimónides planteó que las leyes de la Torá nos entrenan para hacernos pensar antes de actuar11.
Por eso la Torá nos dice que, naturalmente, no somos ni buenos ni malos, pero que tenemos la capacidad de ser los dos. Tenemos una inclinación natural hacia la empatía y la simpatía, pero también tenemos una inclinación aún más fuerte hacia el temor, que puede conducir a la violencia. Es por eso que en la transición de Adán a Noaj, la Torá pasa de naturaleza a pacto, de tov a brit, del poder a los límites morales del poder. Los genes no son suficientes. También necesitamos la ley moral.

- ¿Por qué necesitamos leyes morales?
- ¿Piensas que los humanos tienen una tendencia natural hacia el bien o hacia el mal?
- ¿Qué nos enseña la Torá sobre la humanidad s desde la “reformulación” de la sociedad, post Diluvio?
- Hobbes, Leviathan (Cambrige University Press, 1996), 48.
- Ver Rousseau, Discourse on the Origin and Foundations of Inequality Among Men (Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes), 1754.
- Ghiselin, The Economy of Nature and the Evolution of Sex (Berkeley: University of California Press, 1974), 247.
- Ver Frans de Waal’s discoveries in, for example, Good-Natured: The Origins of Right and Wrong in Humans and Other Animals (Harvard University Press, 1996); Primates and Philosophers: How Morality Evolved (Princeton University Press, 2006); Chimpanzee Politics (Johns Hopkins University Press, 2007); The Age of Empathy: Nature’s Lessons for a Kinder Society (Broadway Books, 2009); The Bonobo and the Atheist (W. W. Norton, 2013); Are We Smart Enough to Know How Smart Animals Are? (W. W. Norton, 2016).
- T. E. Hulme, “Romanticism and Classicism,” in T. E. Hulme: Selected Writings, ed. Patrick McGuiness (New York: Routledge, 2003), 69.
- Ibid., 70.
- Ver Bereshit Rabbah 8:5.
- Steve Pinker, The Better Angels of our Nature, New York: Viking, 2011.
- Tucídides, The Peloponnesian War 5.89.
- Daniel Goleman, Emotional Intelligence (London: Bloomsbury, 1996), 13ff.
Traductores
Carlos Betesh
Editores
Michelle Lahan