Somos lo que recordamos (Ki Tavó 5783)

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Una de las razones por las cuales la religión ha sobrevivido en el mundo  moderno a pesar de cuatro siglos de vida secular es que puede contestar a  las tres preguntas que todo ser humano reflexivo se hará en algún  momento de su vida: ¿Quién soy ? ¿Por qué estoy aquí ? En tal caso, ¿cómo  debo vivir?  

Estas preguntas no pueden ser respondidas por las cuatro grandes  instituciones de Occidente: la ciencia, la tecnología, la economía de  mercado y el estado liberal democrático. La ciencia nos dice cómo pero no  por qué. La tecnología nos da poder, pero no nos dice cómo usar ese  poder. El mercado nos brinda elecciones pero no nos dice qué elegir. El  estado liberal democrático como una cuestión de principios evita  recomendar un modo de vida en particular. Como resultado, la cultura actual nos suministra un rango infinito de posibilidades, pero no nos dice quién  somos, por qué estamos aquí ni cómo debemos vivir.  

Pero estas son interrogantes fundamentales. La primera pregunta  que le hizo Moshé a Dios en su primer encuentro frente a la zarza ardiente  fue “¿Quién soy yo?” La respuesta sencilla es que era una pregunta  retórica: ¿Quién soy yo para llevar a cabo la extraordinaria tarea de  conducir a un pueblo entero a la libertad? Pero detrás de este enfoque  hay una auténtica pregunta sobre la identidad. Moshé había sido criado  por una princesa egipcia, la hija del Faraón. Cuando rescató a las hijas de  Itró de los pastores midianitas locales, ellas volvieron y le contaron al  padre, “un hombre egipcio nos salvó.” Moshé lucía y hablaba como un  egipcio. 

Luego se casó con Zipora, una de las hijas de Jetro, y vivió durante  décadas como pastor midianita. La cronología no está clara, porque era  un hombre relativamente joven cuando fue a Midián, tenía ochenta años  cuando comenzó a liderar a los israelitas, y pasó la mayor parte de su vida adulta con su suegro midianita, ocupándose de sus ovejas. Por lo cual  cuando le preguntó a Dios “¿Quién soy?” estaba ocultando la verdadera  pregunta: ¿Soy egipcio, midianita o judío?   

Por su crianza era egipcio; por su experiencia era midianita, pero lo  que resultó decisivo fueron sus ancestros. Era descendiente de Abraham, era el hijo de Amram y Iojeved. Cuando hizo la segunda pregunta . “¿Quién  eres Tú?” Dios primeramente le contestó “Seré El que seré”. Pero después  le dio su segunda respuesta:  

Diles a los israelitas, ‘El Señor, el Dios de vuestros padres – el Dios de Abraham, el Dios de Itzjak y el Dios de Yaakov – me ha enviado  a vosotros.’ Este es Mi nombre para siempre, el nombre por el que Me llamarás de generación en generación.  (Éx. 3:15)

Aquí también hay un doble sentido. Superficialmente Dios le  estaba diciendo a Moshé qué debía contestar cuando los israelitas le  preguntaran “¿Quién te envió a nosotros?” Pero en un nivel más profundo  la Torá nos está hablando sobre la naturaleza de la identidad. Al  responder a la pregunta “¿Quién soy yo?” no se refiere a dónde nací, donde  pasé mi niñez, mi vida adulta, o de qué país soy ciudadano. Tampoco  tiene que ver con lo que hago para ganarme la vida o cuáles son mis  intereses o mis pasiones. Estos temas corresponden a dónde estoy y qué soy, pero no quién soy.  

La respuesta de Dios – Yo soy el Dios de vuestros padres – sugiere  algunas posturas fundamentales. Primero, que la identidad pasa por la  genealogía: quiénes eran mis padres, quiénes eran sus padres, y así  sucesivamente. Pero no siempre es así. También hay hijos adoptados. Hay  hijos que rompen intencionalmente con sus padres. Pero para la mayoría  de nosotros, la identidad consiste en descubrir la historia de nuestros  ancestros, que, en el caso de ser judíos, dada la dislocación inigualada de  la vida judía, es casi siempre una historia de travesías, de coraje, de  sufrimiento de huidas traumáticas, y sencillamente, de una gran  tenacidad.   

En segunda instancia, la genealogía misma cuenta una historia:  inmediatamente después de decirle a Moshé que transmita al pueblo que  había sido enviado por el Dios de Abraham, Itzjak y Yaakov, Dios  continuó diciendo:  

“Ve, reúne a los ancianos de Israel y diles: ‘El Señor, el Dios de  vuestros padres,  el Dios de Abraham, Itzjak y Yaakov, apareció  ante mí diciendo: Yo los he estado cuidando y he visto lo que les  han hecho a ustedes en Egipto. Y he prometido elevarlos de vuestra miseria en Egipto, a la tierra de los cananitas, hititas, amoritas,  perizitas, hivitas y iebusitas, – una tierra en la que fluye leche y  miel.’” (Ex. 3:16-17)  

No era que Dios fuera simplemente el Dios de sus ancestros.  También era el Dios que hacía determinadas promesas: que los llevaría de  la esclavitud a la libertad, del exilio a la Tierra Prometida. Los israelitas  eran parte de una narrativa extendida a través del tiempo. Eran parte de  una historia inconclusa, y Dios estaba por escribir el capítulo siguiente.  

Es más, cuando Dios le dijo a Moshé que era el Dios de los  ancestros de los israelitas, agregó: “Éste es Mi nombre eterno, así es como  Yo seré recordado (zijri) de generación en generación.” Dios dijo que está  más allá del tiempo – “Este es mi nombre eterno” – pero cuando se  refiere a la comprensión humana vive en el tiempo, “de generación en  generación.” La manera en que lo hace es a través de la memoria. “Esta es  la forma en que debo ser llamado.” La identidad no se trata sólo de quiénes eran mis padres. Se trata también de qué es lo recordaron y qué es lo que me transmitieron. La identidad personal está modelada por la  memoria individual. (1) 

Todo este tema es un preludio a una ley  impactante de nuestra parashá de hoy. Nos relata acerca de los primeros  frutos cosechados para ser llevados al “lugar que Dios elegirá,” o sea,  Jerusalem. Debían ser entregados al sacerdote, y cada uno debía hacer la  siguiente declaración:  

“Mi padre era un arameo errante y descendió a Egipto y habitó  allí y se convirtió allí en una nación grande, fuerte y numerosa.  Nos maltrataron los egipcios, nos hicieron sufrir e impusieron  sobre nosotros trabajo duro. Entonces clamamos al Señor, el Dios  de nuestros antepasados y el Señor escuchó nuestra voz y vio  nuestro sufrimiento, nuestra aflicción y nuestra opresión. Nos  sacó Dios de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido, con  gran temor, con señales y maravillas. Nos trajo a este lugar y nos  dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Y ahora, aquí  traigo la primicia del fruto del suelo que me diste, oh Dios.” (Deut.  26:5-10)  

Este pasaje es bien conocido porque, al menos desde la época del Segundo  Templo, es parte central de la hagadá de Pesaj, la historia que contamos  en la mesa del Seder. Pero es necesario notar que originariamente se decía  al traer los primeros frutos, que no era en la época de Pesaj.  Generalmente se hacía en Shavuot.  

Esta ley es especialmente llamativa por lo siguiente: se podría  esperar, al hablar del suelo y de sus productos, hacer referencia al Dios de la naturaleza. Pero este texto no trata sobre la naturaleza, sino sobre la historia. Menciona a un ancestro distante, un “arameo errante.” Es la  historia de nuestros antepasados. Es la narrativa que explica por qué  estoy aquí, y por qué el pueblo al que pertenezco es lo que es y en qué  lugar está. No hay nada ni remotamente parecido a esto en el mundo  antiguo, y tampoco lo hay en la actualidad. Como dijo Yosef Hayim  Yerushalmi en su clásica obra Zajor, (2) los judíos fueron los primeros en  ver a Dios en la historia, los primeros en ver un sentido abarcativo en la historia, y los primeros en hacer de la memoria un deber religioso

Es por eso que la identidad judía ha demostrado ser la más tenaz  que el mundo ha conocido; la única identidad sostenida por un grupo  minoritario disperso por todo el mundo durante dos mil años, el que  eventualmente guió a los judíos de vuelta a la tierra y al Estado de Israel, transformando al hebreo, el lenguaje de la Biblia, en una lengua viva  después de que durante siglos fuera usada solo para la poesía y la  plegaria. Somos lo que recordamos, y la declaración de los primeros  frutos era una forma de asegurar que los judíos jamás olvidarían.  

En los últimos años ha aparecido una serie de libros en Estados  Unidos, que preguntaban si la historia norteamericana era aún contada,  enseñada a los niños, un relato dirigido aún a todos sus ciudadanos,  recordando a las sucesivas generaciones las batallas que debían ser  libradas para que hubiera un “nuevo nacimiento de la libertad,” y las  virtudes necesarias para que esa libertad sea sostenida. (3) La sensación  de crisis en estas obras era palpable, y aunque los autores provienen de  distintas posiciones dentro del espectro político, la tesis era virtualmente  la misma: si olvidas la historia, perderás la identidad. Hay algo que es como  el equivalente nacional del Alzheimer. Qué es lo que somos depende de lo  que recordamos, y en el caso del Occidente contemporáneo, una falla en la  memoria colectiva plantea un peligro real y concreto del futuro de la  libertad. 

Los judíos hemos contado la historia de quiénes somos durante  más tiempo y en forma más dedicada que cualquier otro pueblo sobre la  faz de la tierra. Es lo que hace que la identidad judía sea tan rica y tan  resonante. En la era en que las memorias de las computadoras y los  celulares han crecido tan rápidamente, de kilobytes a megabytes, a gigabytes, y  que la memoria humana se ha contraído, hay un mensaje importante del  judaísmo a la humanidad en su totalidad. No delegar la memoria en las  máquinas. Hay que renovarla regularmente y transmitirla a la próxima  generación. Winston Churchill dijo: “cuanto más puedes mirar hacia  atrás, más verás adelante.” (4) O para decirlo de otra manera: los que  cuentan la historia de su pasado ya han comenzado a construir el futuro  de sus hijos.


  1. ¿Por qué es importante contar la historia?
  2. ¿Cómo conoces la historia judía? ¿Quién te la contó?
  3. ¿En qué formas busca la Torá asegurar que la historia judía nunca sea olvidada?

Fuentes

  1. Los trabajos clásicos sobre la memoria grupal e identidad son On Collective Memory, de Maurice Halbwachs, University of Chicago Press, 1992, y History  and Memory, de Jacques Le Goff, Columbia University Press, 1992.  
  2. Yosef Hayim Yerushalmi, Zajor: Jewish History and Jewish Memory, University of Washington Press,1982. Ver también Lionel Kochan, The Jew and His History, London Macmillan, 1977.  
  3. Entre las más importantes figuran Charles Murray, Coming Apart, Crown,  2013. Robert Putnam, Our kids, Simon and Schuster 2015; Os Guiness, A Free People’s Suicide, IVP, 2012; Eric Metaxas, If You Can Keep It, Viking, 2016; y  Yuval Levin, The Fractured Republic, Basic Books, 2016.  
  4. Chris Wigley, Winston Churchill: a biographical companion, Santa Barbara,  2002, xxiv.

Traductores

Carlos Betesh

Editores

Abraham Maravankin