El arte de escuchar (Bereshit 5783)

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¿Cuál fue exactamente el primer pecado? ¿Qué era el árbol del conocimiento del bien y el mal? ¿Era malo este tipo de conocimiento que debía estar prohibido, y al que solo se llegaba a través del pecado? ¿No es esencial para el ser humano conocer la diferencia entre el bien y el mal? ¿No es una de las formas supremas del conocimiento? Seguramente Dios hubiera querido que los humanos lo tuvieran, ¿por qué entonces prohibió el fruto que lo permitía? 

En todo caso, ¿Adán y Eva no tenían ese conocimiento antes de comer el fruto, precisamente por haber sido creados “a imagen y semejanza de Dios”? Seguramente esto estaba implícito por el hecho de que Dios les había ordenado: Sean fructíferos y multiplíquense. Tengan dominio sobre la naturaleza. No coman del árbol. Para que alguien comprenda un mandamiento, debe saber que es bueno obedecer y malo desobedecer. O sea que ya tenían potencialmente, el conocimiento del bien y el mal. ¿Qué cambió entonces cuando comieron el fruto? Estas preguntas van tan a fondo que amenazan tornar incomprensible toda la narrativa. 

Maimónides entendió esto. Por eso se ocupó de este episodio casi al comienzo de su Guía Para Perplejos (Libro 1, Capítulo 2). Su respuesta, sin embargo, nos deja perplejos. Antes de comer el fruto, los primeros seres humanos conocían la diferencia entre la verdad y la falsedad. Lo que adquirieron luego de comer el fruto era el conocimiento de “cosas generalmente aceptadas”. Pero, ¿qué quiere decir Mainmónides con “cosas generalmente aceptadas”? Está generalmente aceptado que asesinar es malo y ser honesto, bueno. ¿Quiere decir Maimónides que la moral es una mera convención? Seguramente que no. Lo que quiso decir es que después de comer el fruto, el hombre y la mujer estaban avergonzados por estar desnudos, y ese es mero tema de convención social, ya que no todo el mundo se avergüenza por su desnudez. Pero cómo podemos equiparar la vergüenza de estar desnudo con “el conocimiento del bien y el mal”? No parece referirse a esto en absoluto. Las convenciones de la vestimenta tienen más que ver con la estética que con la ética. 

Es todo muy oscuro, o por lo menos así me resultaba hasta que me encontré con uno de los episodios más fascinantes de la Segunda Guerra Mundial. 

Después del ataque a Pearl Harbour en diciembre de 1941, los norteamericanos sabían que estaban por entrar en guerra con una nación, Japón, cuya cultura no comprendían. Por eso comisionaron a Ruth Benedict, una de las más grandes antropólogas del siglo veinte, para que les explique lo de los japoneses, cosa que hizo. Después de la guerra, publicó sus ideas en un libro, The Chrisantemum and the Sword[1]. En él la autora explicó la diferencia entre la cultura de la vergüenza y la cultura de la culpa. En la cultura de la vergüenza, el valor más elevado es el honor. En la de la culpa, es la rectitud. Vergüenza es sentirse mal por no haber cumplido con las expectativas que otros han puesto en nosotros. Culpa es cuando no podemos cumplir lo que nos demanda nuestra propia conciencia. La vergüenza va dirigida a otro, la culpa a uno mismo. 

Bernard Williams, entre otros filósofos, ha señalado que las culturas de la vergüenza son generalmente visuales. La vergüenza tiene que ver con cómo apareces (o te imaginas que apareces) a los ojos del otro. La reacción instintiva ante la vergüenza es desear ser invisible, o estar en otro lado. La culpa, por el contrario, es más interna, no se le puede escapar estando en otro lado y pretendiendo ser invisible. Tu conciencia te acompaña a todos lados, aunque no seas visto por otros. Las culturas de la culpa son culturas del oído, no de la vista. 

Teniendo presente este contraste podemos ahora entender el cuento del pecado inicial. Tiene todo que ver con las apariencias, la culpa, la visión y el ojo. La serpiente le dice a la mujer “Dios sabe que el día que comas de él, se abrirán tus ojos, y serás como Dios, conocerás el bien y el mal” (Génesis 3:5). Fue eso lo que efectivamente ocurre: “Los ojos de ambos se abrieron y percibieron que estaban desnudos”(Génesis 3:7) Fue la apariencia del árbol lo que enfatiza la Torá: “La mujer vio que el árbol era bueno para comer y deseable a sus ojos como un medio para obtener sabiduría” (Génesis 3:6). El sentimiento central del cuento es la vergüenza. Antes de comer el fruto, la pareja estaba “desnuda pero no avergonzada” (Génesis 2:25). Después de comerlo sintieron vergüenza y necesidad de esconderse. Cada uno de los elementos del cuento – el fruto, el árbol, la desnudez, la vergüenza – tiene el elemento visual típico de la cultura de la vergüenza. 

Pero en el judaísmo creemos que Dios es escuchado, mas no visto. Los primeros seres humanos “escucharon la voz de Dios moviéndose por el jardín con el viento diurno”(Génesis 3:8). Contestándole a Dios, el hombre dice, “Oí Tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo, por eso me escondí” (Génesis 3:10). Vean la ironía deliberada, casi cómica de lo que hizo la pareja. Escucharon la voz de Dios en el jardín, y “se escondieron de Dios entre los árboles del jardín”(Génesis 3:8). Pero no es posible esconderse de una voz. Esconderse significa tratar de no ser visto. Es una respuesta intuitiva, inmediata, a la vergüenza. Pero la Torá es el ejemplo supremo de la cultura de la culpa, no de la vergüenza, y no se puede escapar a la culpa escondiéndose. La culpa no tiene nada que ver con apariencias y todo que ver con la conciencia, la voz de Dios en el corazón humano. 

El pecado de los primeros seres humanos en el Jardín del Edén fue que siguieron a sus ojos, no sus oídos. Sus acciones fueron determinadas por lo que vieron, la belleza del árbol, no por lo que oyeron, principalmente la voz de Dios ordenándoles que no coman de él. El resultado fue que efectivamente adquirieron el conocimiento del bien y el mal, pero era del tipo equivocado. Adquirieron una ética de vergüenza, no de culpa; de apariencias, no de conciencia. Eso creo que es lo que Maimónides quiso significar en su distinción entre verdad y falsedad y “las cosas generalmente aceptadas.” La ética de la culpa es la voz interna que dice “esto está bien, eso está mal” tan claramente como “esto es verdadero, eso es falso.” Pero la ética de la vergüenza es sobre convenciones sociales. Es una forma de cumplir o de no cumplir las expectativas que otros tienen de uno. 

Las culturas de la vergüenza son esencialmente códigos de conformidad social. Pertenecen a grupos donde la socialización asume la forma de interiorizar los valores del conjunto de tal forma de hacer sentir vergüenza – una forma aguda de oprobio – al que transgrede, sabiendo que si alguien lo descubre afectará su honor e “imagen”.

El judaísmo es exactamente lo contrario de esa tipo de moral porque los judíos no adhieren a lo que hacen todos los demás. Abraham, dicen los sabios, estaba dispuesto a estar de un lado, cuando el resto del mundo estaba del otro. “Las costumbres de los judíos”, según Haman, “son diferentes a las de los otros pueblos” (Ester 3:8) Los judíos frecuentemente han sido iconoclastas, desafiando a los ídolos de la época, la sabiduría reinante, “el espíritu de la época”, lo políticamente correcto. 

Si los judíos hubieran seguido a la mayoría, habrían desaparecido hace mucho tiempo. En la época bíblica eran los únicos monoteístas en un mundo pagano, y durante mucho tiempo de la era post bíblica vivieron en sociedades en las que compartían su fe con solo una ínfima minoría de la población. El judaísmo es una protesta viviente contra el instinto de masas. La nuestra es una voz disidente en la conversación de la humanidad. Por eso la ética del judaísmo no es materia de apariencias, de honor y de vergüenza. Es materia de escuchar y acatar la voz de Dios en las profundidades del alma. 

El drama de Adán y Eva no trata de manzanas, sexo, el pecado original o “la Caída” – interpretaciones no judías dadas por Occidente. Es de algo más profundo. Trata del tipo de moralidad que hemos sido llamados a vivir. ¿Seremos gobernados por lo que hacen todos los demás, como si la moralidad fuera como la política: la voluntad de la mayoría? ¿Estará nuestro horizonte emocional limitado por la vergüenza y el honor, dos sentimientos profundamente sociales? ¿Es nuestro valor central la apariencia, cómo nos ven los demás? ¿O es algo totalmente distinto, la voluntad de aceptar la palabra y la voluntad de Dios? Adán y Eva enfrentaron la arquetípica situación humana de tener que elegir entre lo que vieron sus ojos (el árbol y sus frutos) y lo que percibieron sus oídos (la orden de Dios). Como eligieron lo primero, sintieron vergüenza, no culpa. Esa es una forma del “conocimiento del bien y del mal”, pero desde una perspectiva judía es la forma equivocada. 

El judaísmo es una religión de escuchar, no de ver. Eso no significa que no haya elementos visuales en el judaísmo: los hay, pero no son los primarios. Escuchar es tarea sagrada. La orden más importante del judaísmo es el Shemá Israel. “Oye, Israel”. Lo que hizo que Abraham, Moshé y los profetas fueran diferentes a sus contemporáneos fue que ellos escucharon la voz que para otros era inaudible. En una de las escenas más dramáticas de la Biblia, Dios le enseña a Elías que Él no está en el huracán, el terremoto o el fuego sino una “suave, pequeña voz” (Reyes I 19:12).

Se requiere entrenamiento, concentración y habilidad para crear silencio en el alma para aprender a escuchar, ya sea a Dios o a otro ser humano. La visión nos muestra la belleza del mundo creado pero escuchar nos conecta con el alma del otro, y a veces con el alma del Otro, de Dios cuando nos habla, llamándonos, convocándonos a nuestra tarea en el mundo. 

Si me preguntaran dónde encontrar a Dios les diría: aprendan a escuchar. Escuchen el canto del universo en el llamado de los pájaros, el susurro de los árboles, el ascenso y caída de las olas. Escuchen la poesía de los rezos, la música de los Salmos. Escuchen atentamente a quienes aman y quienes los aman. Escuchen las palabras de Dios en la Torá y oigan lo que les dicen. Escuchen los debates de los sabios a través de los siglos, cómo trataron de oír las insinuaciones e inflexiones de los textos. 

No te preocupes por tu aspecto o por el de los demás. El mundo de las apariencias es un mundo falso, de máscaras, disfraces y ocultamientos. Escuchar no es fácil. Confieso que lo encuentro extraordinariamente difícil. Pero sólo escuchar supera el abismo entre alma y alma, entre el yo y el otro, entre uno y la Divinidad. 
La espiritualidad judía es el arte de escuchar.[2]


  1. ¿Puedes pensar algunos ejemplos de judíos en la historia que hayan demostrado que el judaísmo es una cultura de culpa y no de vergüenza? 
  2. ¿En qué sentido el escuchar es un valor importante para el judaísmo? 
  3. ¿Qué lecciones puedes aprender para tú vida en cuanto a la diferencia entre culpa y vergüenza?

  1. Ruth Benedict, The Chrysanthemum and the Sword (Boston: Houghton Mifflin Harcourt, 1946).
  2. Discutiremos el tema de “escuchar” en el judaísmo en las semanas subsiguientes, particularmente cuando lleguemos a la Parashá Bamidbar, “El sonido del silencio”, y a la Parashá Ekev, “La espiritualidad de escuchar”

Traductores

Carlos Betesh

Editores

Abraham Maravankin